¡Qué importancia, qué enigmas tiene nuestra historia milenaria! ¡Qué sabiduría guarda nuestra tierra de granito, margas, plomo, cobre y plata! Para que, los que sabiendo y entendiendo, estudien el origen de su nombre y, aún no estén de acuerdo en el color de su verde sierra, en el rojo y el amarillo de sus praderas, en el metal que esconde su alma o en la textura de la entibadora madera, génesis de su cuna.
Corrían tiempos de guerras, tiempos de escudos, lanzas, ballestas, cimitarras y espadas. Tiempos de conquistas, tiempos de desazón humana, cuando un castellano y bien aderezado monarca, tras mirar y pasar la yema de sus dedos, de una forma curiosa y sorprendida, por una aparente indescifrable inscripción, sobre un arenisco sillar, nos llamó, para sus adentros, Linares.
El viejo rey guerrero se hallaba, plácidamente dormitando, descansando de sus numerosas batallas en plena vía militar, a la que denominaban, como no podía ser de otra forma, desde tiempos augustos e inmemoriales: Linarium. A la sombra de la pétrea, grisácea e impugnable almenara, conocida como “La Oliva”, hermana de las cinco que circundaban un impresionante y moruno castillo cavilaba sobre el por qué de esta simple frase enigmática: “Pop Hellanes”.
– ¿Pop Hellanes?, ¿Pueblo de Hellanes? ¿Su origen tal vez sería griego? Aquel pueblo navegante y aventurero, que nos visitó tantas veces, buscando Tartessos, Hércules y sus columnas, Giribaile y sus leyendas. Quién esquilmó nuestra fértil tierra y sus preñadas entrañas.
¿Serían estas dos palabras el germen, para que este anciano Alfonso VII, diera nombre a nuestra tierra? Defensa de este hecho, entre los estudiosos, a través los años, con sentido y más sentido, los hay.
Otros dicen, con hipótesis de razón, que su nombre se debe a la religiosidad mundana de aquellos de prietas sandalias y armaduras relucientes, que junto a su gran opidum castulense, situaron, no lejos de sus tajos esclavistas de plomo y plata, una línea de altares: “Luni-arae, o Linea-Arum”. Una zona, entre bosque de encinas, acebuches, madroños y alcornoques, de frescas aguas cristalinas, que con un acueducto y elevadas acequias a su conquistada altura llevaban, para orar a sus dioses, para honrar a su mayores, en el amanecer de un día sin nombre, como un entendido de lenguas muertas y vivas, en el devenir del mundo, nos dirían.
Algunos cuentan que siete mil maravedíes nos costó, con vellón o sin vellón, arrancar del monarca, a quien nunca se le ocultó el sol, la independencia de la señorial Baeza, para adquirir el título de villa soberana; dejándonos de llamar Leñares. Leñares de lentiscos y jarales, para pasar, como el que duerme y despierta, hasta que el duodécimo Alfonso, nos concediera, cuando ricos y pobres ya éramos, el valor de ciudadanos, con el término, recordado en “toda orbe”, de Linares.
Personas muy serias, eruditos del tema, defienden con ahínco, esmero, tesón y, por supuesto preparación, un vocablo latino: Linum que evolucionará a linar en aquellos cristianos que vivían en el territorio andalusí, en territorio musulmán. Y que, a veces con desprecio y muchas con admiración fueron trataron por el extranjero y conquistador árabe. Mozárabe aprendí yo.
¿Linum? Tal vez lino, como asimilación de este vocablo a la producción de dicha planta en esta tierra pétrea, acuosa y arcillosa y que evolucionará a linar: lugar sembrado de lino. No es disparatado, para nada.
Aquellos, que a las tinajas de su vino, añadieran ralladuras plúmbicas para ser mejor conservado y transportado a la ciudad de las siete colinas y, que éstas les hicieron, por la intoxicación de su sangre, con la ingestión del caldo del dios Baco, perder la cabeza, con locuras desproporcionadas, siendo a la postre las que llevaron a su fin, les gustaba el buen vestir. Ligero y fresco, transparente y sensual. Y, qué mejor tierra para dar este fruto, que con su riqueza acuífera, lino debería sobrar.
Pero como el sabio dijo, mientras ensimismado observaba su lento y rápido fluir: “El agua es la fuerza motriz de toda la naturaleza”.
De ahí que modestamente me incline, como otros que saben más que yo, porque la acepción de Linares venga de linar. Entendiendo esta definición como la descripción del “sitio o lugar del que mana agua”, castellanizada en su forma plural como “linares”, en alusión al “lugar en que nacen varios manantiales”.
Muchos lugares que riegan esta vieja piel de toro reciben la misma apelación y, en todos el liquido elemento, es la singularidad más destacada. Pantano de Linares en Segovia, Linares del Acebo en Asturias, Linares de la Sierra en Huelva, Linares de Mora en Teruel, Linares de Riofrío en Salamanca y, muy cerca, la cascada de “La cola del caballo” en el paraje de Linarejos en las serranías de Cazorla.
En nuestro caso, nos referimos, mi ya más que mojado lector, a los manantiales, que se encuentra en el santuario construido en 1638 como bandera de un sitio independiente y abastecedor de plomo para iglesias, monasterios, catedrales y ejércitos. Un siglo más tarde, ¡qué rápido corre el tiempo!, en ese mismo lugar, fue reconocida como patrona, de todos los eriazos, sierras, campiñas, cejas, taludes, tajos, hombres, riquezas y miserias por el Obispado de Jaén a nuestra Señora de Linarejos. Señora de un “linar” que ya siendo joven y viejo, aún se atrevía a soñar.