Lentamente, casi de manera imperceptible, roba el alba con cautela los postreros vestigios a la noche plateada que engendrara el último canto del almuédano, compitiendo en solitaria voz, con el tañido del instrumento que los broncistas de Madinat- Al – Zahara, fundieran en sueños para agradar a su Dios.
La ciudad de los “grandes ojos” reflejados en el “río de la vida” poco a poco se despereza en la armonía que le dan los siglos vividos en tolerancia y respeto.
Y… sobre el horizonte de la medina cordobesa, se yergue, recortándose sobre el aún tibio azul del cielo, la figura del Minarete, lugar de la luz, mudo testigo de la Córdoba Omeya y califal, que siglos atrás abriría sus brazos al desconocido Abd al Rahamán, fugitivo en el Atlas, perseguido de muerte por el cruel califa abbassí.
Y como del sueño, nace bajo su estrella la ciudad de los “mil olores” modelo de culturas compartidas, a la que siglos después volverían su mirada gentes ávidas de serena sabiduría.
La sabiduría del historiador Ibn Jaldún, Maimónides, Averroes, Ziryab, el músico bagdalí y de Eulogio el teólogo cordobés, en la que pensamiento y poesía, hacen aparecer, junto al aroma de la rosa y el jazmín, el arrayán y el azahar, el poético pasado de una tierra, traducida como fiel reflejo también en la Alhambra granadina; el desconocido patio o el impenetrable adarve cordobés, donde tras la cortina de la oscura casa, llegado el atardecer, la quieta y furtiva mirada de una mujer, espera ansiosa la llegada de su amado.
Lirio azul, almizcle, incienso, semillas de indescriptible aroma, se mezclan perfilando la silueta femenina de Al-Andalus en un movimiento sutíl y acompasado que juega con el halo de las calles, arrastrando enamoradas miradas, acaso traducidas en secretas pasiones. Esta mujer que ama irrefrenablemente su presente, también ama su pasado y lo acepta como compañero en la puesta en escena del más profundo sentimiento, de la más profunda realidad del alma Andalusí. Alma generadora y transmisora de culturas, de una forma de sentir, heredada intacta, que se expresa cantando, bailando, en las que danza y flamenco, testimonio presente del vivir de una época, intentan fundir y refundir el canto teológico al amor de un pueblo y una cultura.
Dice Ziryab al emir: “ Si tu quieres, cantaré lo que jamás escuchó nadie.” Y por fin somos deleitados por los dioses.
Zorongo, polo, caña; taranto y alegría; soleá, tiento, seguiriya; tango y bulería… y mientras, la “mora” Nuba, modulando tenue y misteriosamente hacia ellos, buscando la armonía con los “seres” que un día ella creara. Así, suave, intangiblemente, de la mano de la poesía y el canto de la seguiriya, la soleá y la nuba musulmana, somos envueltos en el efluvio oloroso de las flores de al-Andalus, que todavía hoy pululan en el aire legado de la aurora Omeya y Nazaharí.
Con su pensamiento en al-Andalus canta el alma del poeta: “ No existe el jardín del paraíso sino en nuestras moradas; elegir con éste me quedaría. Mañana, no entraréis en el fuego eterno, no se entra en el infierno tras haber vivido en el paraíso.”
También expresa el Himno de Andalucía “ …hombres de luz que a los hombres, alma de hombres les dimos” .
De esta manera se define esta tierra que un día gozaron los moradores de Al- Andalus, nuestros antepasados, aquellos que formaron y conformaron nuestra historia, nuestra manera de sentir y de vivir, un modo de vida heredado con una pura mirada, mirada auténtica, sin desvirtuar, de la que me siento orgulloso como andaluz, porque este pueblo es así, con un gran corazón, que abre de par en par su casa, que da lo que tiene, que estrecha entre los brazos a quien llega, porque si no lo hubiera hecho hace diez siglos, hoy no tendría esa grandeza de alma, modelo de culturas compartidas y en definitiva, modelo de tolerancia y respeto. Hoy que se pide perdón por los errores pasados cometidos con otros pueblos…. y está bien y es justo. ¿Tendrían los Omeyas y los Nazaharíes que pedir perdón a este pueblo por la riqueza cultural con la que nos impregnaron?
Tras haber leído hace muchos años el maravilloso libro de Antonio Muñoz Molina, que dejó una señal indeleble en mí, me ha invadido la nostalgia de tan magistral obra titulada “La Córdoba de los Omeyas” y como reconocimiento a este gran autor, me he atrevido a escribir este artículo rayano en la melancolía.