Nosotros no elegimos al gobierno que tripula nuestro país. Nosotros nos decantamos por una de las opciones que nos presta el sistema democrático, tal y como está montado. No más. Porque es seguro que si dispusiéramos de un amplio elenco de candidatos y partidos —mil de cada, por ejemplo, en igualdad de condiciones: misma financiación y mano en el manejo de los medios de comunicación—, Rajoy no habría pasado una sola noche en la Moncloa, Pedro Sánchez no se habría erigido en líder de la oposición y, muy probablemente, Iglesias y Rivera seguirían ganándoselas en una universidad o en una entidad bancaria y serían otros los que encabezarían la renovación política. Resulta obvio, como cuando nos ponemos tiernos y estupendos y le aseveramos a nuestra pareja que es la persona más maravillosa del mundo. ¿En qué nos fundamentamos para decir semejante patraña, si apenas conocemos a un puñado de personas? Lo sé: de otro modo conformaría un imposible; gastaríamos hasta el último de nuestros días en una búsqueda inagotable y, lo más importante, desproveeríamos al amor de su maravillosa facultad para volvernos ciegos. Sin embargo, en política si se echa en falta esa quimera, porque de ella dependen hasta nuestras posibilidades de enamorarnos (qué sí, que aún existen, por ejemplo, gobernantes que no ven bien una relación entre dos hombres o entre dos mujeres, o entre personas de distinta raza o clase social; que la educación es un arma política y dos más dos, pese a ser cuatro, también pueden darse a entender como cinco, seis o siete).

Dice Joaquín Sabina, en una de sus canciones, que él no quiere un amor civilizado. Y, tal vez, ese sea el problema de nuestra democracia: que fueron unos pocos los que se encargaron de construirla para todo un pueblo, y que la encorsetaron a medida, asegurándose de que lo más malo, siempre sería bueno para ellos. ¿Acaso se diferencian mucho los programas económicos de la derecha y la izquierda que nos ha gobernado hasta ahora? Cuando han tenido que ponerse de acuerdo, hemos sido testigos de que lo han hecho sin dudar, porque se retroalimentan y se necesitan para que el sistema perdure. ¿Y acaso no resulta raro que a Ciudadanos le baste con que se trate de la lista más votada, para inclinar su apoyo a PP o PSOE? ¿Y la deriva socialdemócrata de Podemos, en el último minuto, achicando hasta el ahogamiento el comunismo tradicional de su socio?

Ya sé: cualquier otra forma nos abocaría a un desgobierno y cualquier otra manera suele servir de leña para el fuego del totalitarismo. ¿A cuenta de qué, entonces, esta parrafada? A que hoy solo busco el consuelo de los tontos y me conformo con saber que Rajoy, Sánchez and Company se lo deben todo a la maquinaria de sus partidos, y que —evidentemente— no están ahí por ser los más listos, que solo son los mejores colocados de una trama… Democrática. Eso sí.