Venía en el tren de Madrid a Linares-Baeza, aunque no como don Antonio, ni estrictamente en tercera ni en asiento de madera. Sin embargo, la hora, las propias ventanas invitaban poco a ver pasar los paisajes que nos acercaban a Aranjuez. Por contra, la escasez de viajeros, pero ubicados relativamente cerca, permitió entre nosotros la familiaridad que a veces se daba en aquellos compartimentos de los viajes de Machado. Tal sintonía se produjo de manera algo sorprndente, al menos en un primer momento para los tiempos que corren.
Al otro lado del pasillo ocupaban sendos asientos una simpática niña con su abuela. La cháchara alegre familiar captó mi atención y la de un señor sentado tras ellas. Hablaban de un cuento que querían contarle a otro nieto. Con gran desparpajo la chiquita recordó el relato completo. La abuela sugirió escribirlo para el primo. Entre las dos superaron las dudas escritoras de la nieta.
Sin pensarlo mucho, apareció oportuno el cuaderno. Pronto la cría se enfrascó en escribir las pequeñas frases que iban pactado y contado. Nos mantenían absortos al otro viajero y a mí con las sonrisas y bromas de la abuela contando las palabras grandotas, cortísimas o medianas que iban formando cada frase de su cuento. Cuando la niña avanzaba con su lápiz, la abuela simulaba el excesivo estiramiento de una e que parecía sentir envidia de una esbelta ele, a la que quería imitar. Hablando entre risas de los sentimientos de las letras entre sí, de sus ganas de confundir al primo o a quien leyera el cuento, seguían con el mismo a buen ritmo. Parecía quedarles poco, cuando la niña dió señales de fatiga. Entonces la abuela, recordando los peligros de dejar las cosas a medias, propuso que merendarían algo y después acabarían lo poco que les quedaba. Conforme con ello y con que le comprara alguna chuchería de la máquina como las que venían consumiendo algunos pasajeros, interrumpieron la escribanía.
Pasada la merienda, concluído el cuento y tras algunos habilidosos pasatiempos que puso en juego la abuela, la niña echó en falta alguna película o serie. Ya, ni el paseo que dieron hacia los vagones cercanos, ni unos amenos acertijos, sirvieron para que la chiquita recuperara la calma anterior. El señor que iba tras ellas, queriendo aliviar la situación, ofreció su ordenador portátil para ese deseo. Tras alguna negociación entre los tres, la niña pasó junto al amable viajero quien hizo que apareciera en su artefacto la movida aventura de una princesita. Ahora la atención la compatíamos la abuela y yo escuchando la conversación de la niña con su atento vecino de asiento. Él dijo que tenía una hija de su edad y para ella eran los vídeos como aquel. La aventura tendría que tratar de la princesita y sus amigos buenos buenos que se enfrentaban a una banda de malos malos. Pues sobre ello versaban los comentarios de ambos espectadores. El señor repetía su forma simplona de contemplar la realidad con el comentario: ¡Hay que ver lo tontos son los malos que, sabiendo que siempre salen perdiendo, no escarmientan y se siguen rebelando contra los buenos! En una de las ocasiones en que la abuela oía la repetida perorata, me pareció adivinar un gesto relativamente crítico en su rostro. Yo sonreí, comprendiendo la incomodidad de la señora. No resultaba fácil conjugar a la vez el ejemplar agradecimiento ante las atenciones recibidas que quería inculcar a su nieta, con una visión más abierta o crítica y menos maniquea de lo que vea.
Tras cinco o seis ajustes de cuentas entre los bandos, acabó la película cuando nos acercábamos a Vilches. El complaciente viajero recogió su equipo casi al tiempo que la abuela avisaba a la niña que había que prepararse ante las próxima llegada a Linares-Baeza. Mientras tal ocurría, satisfecho, por la calma conseguida por su mediación, comentó hacia la señora: Lo tengo comprobado con mi hija, cuando vamos de viaje y le enchufo el ordenador y ya no hay niña. La señora agradeció su ayuda a la par que me confirmaba el gesto de complicidad anterior. Estoy seguro de que, como bastantes personas más, aquella señora aspira a que haya niños, aunque se cansen e incordien más de una vez. Son en esas ocasiones en las que maduran y sacan hacia afuera sus pequeños conflictos y los ponen en común con la familia. Incluso viendo la tele, contrasta con mayores e iguales sus apetencias y gustos, para irlos comprendiendo y en su caso depurarlos. Claro eso significa la actitud crítica a aplicar a lo que les rodea y a sí mismo. A partir de ahí, podrá acercarse a la persona autocrítica y socialmente responsable. Si no hubiera niños no se podría llegar a esas personas difícilmente manipulables y abundarán más esas medrosas que se sucumben ante la primera contrariedad.