Si pudiéramos preguntarle – viajando en la máquina del tiempo – a Aquiles, Hércules, Alejandro Magno o a Alatriste, el espadachín del siglo XVII de Pérez- Reverte, por sus madres, estoy convencido de que más de una lágrima dejarían correr por sus aguerridas facciones, llegando a empapar unos pies viajeros y luchadores, unos fornidos y apuestos valientes detrás de los cuales se escondía una madre fiel que los quería más allá de distancia que les separara.

Porque cuando hablamos de madre e hijos, todos y digo bien, todos tenemos nuestra deuda pendiente. Y quizás no podamos pagarla en esta vida lo suficiente, y dejarle al barquero una moneda, para cuando nos recoja el vaivén del tiempo y acudamos prestos raudos a su encuentro eterno, un encuentro para siempre y por siempre, podamos abrir nuestros corazones de par en par, porque la vida es amor y el chip de la vida es el corazón.

Sus arrugas muestran nuestros disgustos. Sus prisas luchan por nuestros anhelos. Sus manos van cincelando nuestro futuro. Sus pies no paran quietos – ni aún durmiendo – porque creen que pierden el tren del progreso de sus vástagos. Su hambre conformó nuestro menú. Y su alegría esculpió – como Miguel Ángel a su David en mármol – nuestra deuda para con esos labios que nunca, y digo nunca, dejarían de sonreír viendo a sus hijos crecer y hacerse hombres y mujeres de bien.

Y como Aquiles recibió los consejos de su madre, viéndole partir hacia Troya y hacia la eternidad, sabiendo que no volvería a verlo con vida, nosotros partimos hacia la vida sin el cascarón de sus consejos y protección, cruzamos los mares y embestidas que nos tiene reservado el mañana, aunque confiamos que cuando el domingo amanezca ella siempre esté dispuesta a abrazar al hijo que emigró, al hijo que partió al frente, a la hija que busca su lugar en la vida justo al otro lado del mundo, porque más allá de la distancia, el amor de un hijo a su madre es inviolable, es duro como el mármol de Carrara, es inquebrantable como un contrato a perpetuidad, ese amor es incorregible y además aporta un extra de virtud a tu vida, aporta una estabilidad a tu corazón que nunca, pase el tiempo que pase, podrá borrarse del fondo del alma, porque lo que quedó sellado a fuego, a fuego muere.

Gracias a todas las madres, pero gracias a mi madre, porque el lacre del contrato que firmamos hace 40 años aún huele a cariño y a amor, al amor que me entregaste sin pedir nada a cambio, y que yo hoy te devuelvo con la confianza de que sepas que madre no hay más que una y que TE QUIERO.

Con mi amor eterno, que a fuego quedó sellado, 3 de mayo 2015