Quizás si miro por el retrovisor de mi existencia solo encuentre vacío, soledad, dolor y muerte. Sí, muerte en vida, que es peor que la vida tras la muerte, porque no hay descanso al final del túnel, sino solo una profunda tristeza, cuando palpas la miel en los labios ajenos, mientras los tuyos están ávidos de un dulzor que se trufa de amargo regusto, cuando tu vida se escurre por el desagüe de los remordimientos. Cuando era más joven, la ilusión se desparramaba sobre la colcha de los sueños imberbes y enteros, sin ninguna piedra que los rompiera a base de una hostil y persistente lluvia de fraudes disfrazados de amor ideal: apuesto, emprendedor, atlético, responsable,…aunque faltaba un apellido muy interesante y crucial en mi vida: celoso. Aquellos celos hoy nos traen estos lodos. Aquellos modos de antaño se voltearon dando lugar al verdadero hombre con el que me acostaba cada noche, sintiendo que podía no amanecer para contarlo.
Con la batería necesitada de un recambio urgente, fueron pasando los días y los años, sin encontrar la manera de desenhebrar aquella aguja, que cada día pinchaba con más dolor: golpes, voces, amenazas, humillaciones públicas, …hasta que un buen día, estando embarazada, no encontró mejor manera de sofocar su rabia tras ser despedido en la empresa, que pateando mi barriga, mi hijo y mi única preocupación, culpabilizándome de su situación y provocándome un sangrado que aún mancha mi alma y el suelo de tarima, el cual permaneció flotando hasta que fui dada de alta en el hospital, sin que fuera valiente para poder denunciarlo, a pesar de las ayudas que me brindaban.
Fui cobarde. Tenía miedo. Aún lo tengo. Puede que no lo pierda nunca. El temblor de rodillas, con solo escuchar sus pasos al fondo del pasillo, es crónico. Mi ansiedad, cuando lo veía entrar en la cama, pronosticaba otro empujón de placer solitario utilizándome como reservorio de sus fantasías sexuales. Pero me faltó la valentía suficiente para levantar el auricular y marcar el 016. Y también me faltó el pundonor necesario para hacer la maleta y desaparecer cual gota de vapor en el aire. Pensé que tendría la habilidad de volver a aparecer, como una mancha de chocolate aparece en el pecho de un niño en mitad de su cumpleaños.
Pero regulando las luces cortas en mi futuro inmediato, supe que había algo que debía de hacer antes de entornar los ojos para siempre. Sacando fuerzas de flaqueza, me emborraché de valor y me dirigí hasta el bar donde servía cafés y repostaba orgullo hablando de su vida anterior, y allí mismo en mitad de la sala donde los mayores jugaban al dominó, sentí una punzada de ira y saqué la pistola; un gran estruendo manchó de rojo el delantal blanco del camarero, con el consiguiente alboroto y gritos de pánico de aquellos que pasaban otra mañana de domingo en su insulsa vida. Cayó como un fardo por babor hacia el fondo del olvido mientras fumaba un cigarrillo, esperando sentada a que apareciera mi destino. Y ese fue el primer día que no tuve miedo. El primer día que no me temblaron las rodillas. El último día de mi calvario. El día de mi liberación. Un nuevo día, tras una larga lista de miedos, sin tener que quitarte el pijama en medio de la noche helada; el día más largo de mi vida.
Tras más de diez años sin ver ponerse el sol, hoy bebo los vientos por mi futuro porque ahogué las penas en un vaso de Martini enrejado, sabiendo que tras los barrotes no me espera el miedo, sabiendo que al otro lado de la puerta aguarda el desaliñado aroma de la tranquilidad, que tras doblar la esquina de mi pesarosa vida, y habiendo pagado con creces mi rapto de valentía, un ramillete de amigos y familiares me acecha con los brazos abiertos, los mismos que me han agarrado por las solapas de la autoestima durante estos años para no dejarme caer en el pozo de la desolación y para decirme, orgullosos: mereces ser feliz.
Por eso hoy que echo la vista atrás, buscándole las cosquillas al primer sol que veo en el horizonte y que está a punto de marcharse, tengo que romper los turbios retrovisores, porque solo deseo poner las luces largas, que deslumbren a los que tanto me han apoyado: mi hermano, mi madre, mis amigos y mis amigas, pero sobre todo mi buen amigo Carlos, aquél que consiguió hacerme creer en el amor, aquél que traía un trocito de cielo a mis 4 metros cuadrados, aquél que cada día inundaba mi vida de sol, que ahora destila felicidad a borbotones, apartando los viejos nubarrones que se cernían sobre la vida de una mujer que agradecida hoy ha vuelto a nacer.
(Dedicado a las mujeres que luchan cada día por salir del infierno)