Había una oscuridad constante, una nada artificial encarcelada por cuatro paredes frías, disfrazadas de una viscosa capa de moho en los lugares más húmedos.
Cada dos o tres días, el chirriar de una puerta a los lejos, vaticinaba el clic de una luz; sólo una bombilla colgada de un cable tambaleante por el aire al abrir la puerta.
-Ahí viene otro- pensaba el maniquí; el único maniquí pensante del mundo, el de los buenos tiempos de escaparate con luces navideñas de colores, vestidos de fiesta, emociones y vida.
Sus últimos recuerdos de aquella hermosa “vida”, se basaban en la poca gente que acudía a comprar a aquella pequeña y coqueta tienda de barrio. Se escuchaba a menudo la palabra crisis, grandes almacenes, centros comerciales, más crisis. Al final, la tristeza del último día, los empleados serios unos, otros llorando, el dueño cabizbajo.
Después desorden, alboroto, destrucción y aquel cuarto oscuro y húmedo donde sólo quedan algunas estanterías vacías, los restos de aquellos luminosos navideños tan callados de luz como aquel cuarto, trapos viejos y lo más penoso, una decena de maniquís destrozados, amputados unos de piernas o brazos, degollados otros, descascarillados todos.
Aquel maniquí viviente, ese que un día alguien a través de un boli y una hoja de papel dio vida, se sintió triste, tanto que aquella cara clonada sin expresión, se transformó en un rostro cargado de tristeza.
Un día, un mozo de almacén, bajó a los sótanos a dejar los restos de maniquís que recogía en tiendas que habían cerrado. Cual fue su sorpresa, que había uno con una clara expresión triste, y lo más curioso es que dejó caer una lágrima por sus frías e inertes mejillas.
El chico, un poco desconcertado, pensó: – este local tiene demasiada humedad-.
Apagó la luz de aquella única y solitaria bombilla y cerró la puerta chirriante que separaba la vida de la nada.