Estoy tras un cristal. Antes inerte, ahora viva por motivos literarios. Algunas veces desnuda, casi siempre vestida o semidesnuda. Normalmente invisible ante el que me mira; pues mira lo que llevo puesto o lo que casi no llevo, y paso desapercibida.
Pilar, la escaparatista, viene una vez al mes. Me viste, me pinta, me arregla con ropa de verano, de invierno, lencería fina… Soy su muñeca y con sus treinta y tantos, vuelve a jugar conmigo, sin complejos, descaradamente, ante todo el mundo.
El idiota que esto escribe, piensa que es Dios. ¡Qué iluso! Con inventarme, darme vida, cree que ha hecho algo, una proeza, una creación, cuando sólo soy una ilusión.
Pues ya que he sido creada, os contaré cosas de esta inventada vida.
Todos los días, cuando la persiana sube, yo me quedo quieta, inmóvil. No miro, no parpadeo, es mi trabajo.
Algunas mujeres reales –las de carne y hueso- se deben sentir como yo. Bellas por fuera ante el mundo que les rodea, e invisibles e imperceptibles por dentro. Sólo interesa lo externo, para nada lo que llevan dentro.
Lo mío es curioso, a través del cristal veo cosas, observo comportamientos de lo más variado.
Por ejemplo: El niño pequeño que mientras su madre mira y remira, sueña con tal prenda o tal otra, siempre que haya talla para ella claro, por que eso es otra cosa.
Como iba diciendo, el niño se aburre. No le interesa la moda. Apretuja la cara contra el escaparate, imprimiendo caras aplastadas, mohines simpáticos.
Yo me tengo que contener, ¿cómo va a reírse un maniquí?
Otros pequeños, hacen cosas que me dan nauseas (yo no debo de saber que es eso de nauseas, pero así lo quiere el del boli), se hurgan en la nariz, rastrean con el dedo todo lo habido y por haber, dejando frente a mí, pegado en el cristal, su trofeo viscoso de caza y pesca. ¡Qué asquerosillos los pequeñajos!
Hay personas que ni me miran a mí, ni lo que llevo. El escaparate les sirve de espejo. Aprovechan el reflejo para mirarse a ellos mismos. Unos se acicalan, se retocan el pelo, los labios, con muecas desagradables a veces eróticas, otras divertidas. ¡Qué coquetos son estos humanos!
Cuando anochece, bajan el cierre metálico. Mi rostro, sin focos, se relaja, no se ve. Me vuelvo aún más invisible, y entre los aros de la persiana sigo observando.
Observo a la pareja de jóvenes, que cogidos de la mano, se besan y desean cada dos o tres pasos.
A mí sólo me ha deseado Fermín, el cristalero. El pobre tiene unas facciones no muy agraciadas, y para estos humanos lo importante es la fachada, el físico bello, como si uno eligiera la fealdad, el parapeto que esconde a tanta gente bella.
Total, que él suele ser un rechazado corporal, facial y tal y tal, que se conforma con decirme –preciosa, que pechos más bien puestos, ¡hay lo que te haría si fueras de verdad!
Podría contar miles de anécdotas e historias, pero el del boli, hoy, se ha cansado. Tal vez otro día.
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