No siempre la vida vuelve, pero esta vez sí lo hizo desde una esquina no esperada. Después de casi 30 años me reencontré con mis alumnos y alumnas del Colegio que me identifica: Santa Ana. No les hablé de geografía, porque ellos y ellas ya la han pateado, no les hablé de historia, porque ellos y ellas ya tienen la propia. Sólo les hablé del regalo que, sin esperarlo, me había hecho la vida permitiéndome verlos de nuevo. Y aseguro que siempre lo recordaré aunque no lo hubiera olvidado.

No es frecuente, ni creo que ni siquiera algo que acontece a menudo, que unos niños y niñas de Primaria, antes EGB afortunadamente, decidan reencontrarse después de casi 30 años. Yo me lo preguntaba y ellos me dieron la respuesta: La unión la da el barrio, la barriada de Santana y el Pocico, un grupúsculo humano de Linares con todas las características de un pequeño pueblo, en el que el Colegio se incrustaba como un tótem aglutinador y en el que todos, familias, niños, maestros y maestras formábamos un ente especial para la convivencia, la enseñanza, la reivindicación y la fuerza para avanzar dentro de una ambición de progreso y de amor propio bien entendido.

Siempre se ha dicho que Santana, y los santaneros, era un mundo aparte dentro de Linares, quizá por eso ahora hay reticencias ante su desmantelamiento y deudas pendientes. Pero no es justo. Durante más de 50 años, Santana y su gente, entre la que me incluyo, fue el motor que movía Linares. Recuerdo que me gustaba preguntarles donde trabajaban (entonces se trabajaba, sí) sus padres y de dónde eran. Y el 98% vivían de la fábrica y habían venido de todos los puntos de España. Ellos y ellas, mis niños y niñas, ya sí eran de Linares, habían decidido quedarse y engrandecer, o al menos completar, la idiosincrasia de la ciudad que los acogió. Esta circunstancia los hacía especiales, podían mirar desde fuera y desde dentro, construyeron una babel común para los desarraigos. Éramos de Santana. Y ese fue el entorno Este de Linares, una punta de la estrella que no tenía que ver con las demás, pero es que las demás tampoco tenían, ni tienen, mucho que ver unas con otras. No éramos, pues, los únicos.

Por eso, porque el barrio nos aglutinó, pudimos reencontrarnos y seguir teniendo mucho de qué hablar, pudimos saber que lo que vivimos no fue un punto y final. Hasta puedo asegurar que estos hombres y mujeres ya, no habían cambiado, seguían entendiendo la profundidad de la convivencia, la libertad y la confianza que tal vez les enseñé cuando sigo formando parte de ellos después de este impasse de la vida.

Aún cuando lo que se ha llegado a sentir no se olvide, no siempre es fácil de explicar. Es un sentimiento raro, no es orgullo, no es satisfacción, no es haber cumplido, no es cariño, aún siéndolo todo, es… algo indescifrable. Era VERLOS y VERLAS y dejar prender la mirada quieta en el molinillo de colores movido por el viento, era superponer imágenes continuamente, ir de atrás hacia adelante y recordar cuando pensabas qué sería de ellos, cuál sería su vida, olvidando la esperanza de saberlo. Pero también en ese momento, cuando te escondes del viento y el molinillo se para, cuando los contemplas, aún sin creértelo, comprendes que se te ha dado la inédita oportunidad de restañar esa inquietud. La vida conjunta no se había parado en aquel 85 y ya puedes saber cómo están, ya sabes qué han vivido, ya sabes que saben ya lo que yo sabía y que antes, ante la adolescencia y desde la madurez pretendías proteger. Ahora comprendes que ya saben lo que es trabajar, tener responsabilidades, amar, sufrir, haber vivido decepciones e ilusiones… sin que hayas podido protegerlos de todo ello. Te das cuenta de que la vida no son los años que nos diferencian sino las vivencias que nos igualan. Entonces te quedas como suspendida en el tiempo esperando que ellos te enseñen ahora, que te aconsejen, que te quieran… y que te sigan generando ilusión, como yo hice con ellos hace 30 años. Entonces supe que enseñar equilibra la vida.

Realmente no habíamos cambiado pero sí habíamos aprendido, aunque ese día las huellas de todas las vivencias se ocultaban tras la sonrisa abierta y las confidencias compartidas. Ya puedo asegurar que no se cambia, se aprende. Ya puedo aseverar que aprendía mientras enseñaba y que enseñaba mientras aprendía, unos vasos comunicantes que engrandecen la maravillosa tarea de ser maestra… Por si no me había dado cuenta antes diré que ha merecido la pena vivir algo tan inconmensurable.

Ese es el sentimiento que cobijó la burbuja de un tiempo que apenas había pasado. Estuvo en el cariño intacto, en la camaradería entrañable y en la ilusión renovada. Ellos y ellas ya pueden llevar en su bagaje la certeza de que la vida vuelve. Ese es el escudo protector que puedo dejarles ahora, cuando ellos han pasado a enseñarme a mí.

Antigua Santana

Antigua Santana