Yo no sé si las vacaciones tendrán ya el mismo “perfume” que antes, porque entre la gente que no trabaja y la que ha dejado de trabajar ya una teme incluso hablar de ellas por si han pasado a ser un privilegio o una condena para muchos. Para mí que ya las tengo duraderas, aunque no tanto como pueda parecer, han pasado a ser un tiempo y un espacio en el que cambiar de aires, pasear, contemplar las de otros, escribir y leer, sobre todo leer para disfrutar, el resto del año ya se lee lo obligado, lo inmediato, lo profesional, lo necesario, de tal manera que mucha parte de la vida se pasa leyendo. Haber leído es fundamental para olvidar que se debe leer.

Recuerdo que siempre he leído mucho siguiendo un rito: dejar para las vacaciones unos cuantos libros que me apetecen; los aparto y hasta lucho contra la tentación de cogerlos y leerlos. Pero no, no suelo caer en ella porque me vaciarían de contenido algunos ratos del tiempo propio. Así, ciertos paisajes y ciertas horas me remiten a encontrarme con un libro, porque en vacaciones hay tiempo para todo.

Siempre me han gustado los libros de los que poder sacar algún conocimiento y ahora, con la edad, me doy cuenta cómo las enseñanzas van variando hasta que se convierten en placer. Dice un axioma educativo: “de pequeño se aprende, de mayor se comprende”, por eso se ha de aprender, si no después no hay nada que comprender. En mi primera juventud, no sé si porque no había tele ni internet, se leía compulsivamente: los clásicos, los famosos, los más vendidos, los necesarios para cultivar tu base sin dejar de mantenerte en el mundo real. Yo recuerdo que entonces quedaba muy snob leer de todo y cuanto más prohibido o denostado, mejor, e incluso cuánto más “tocho” mejor. Ser capaz de leer a los rusos o a los clásicos españoles o de cualquier sitio en aquellos años 60 y 70 era una especie de reto o necesidad de rellenar las lagunas que la enseñanza de aquella época dejaba al descubierto, un esqueleto de cultura que había que completar. Ese era el tiempo de leerlo todo, lo bueno y lo malo, había una gran necesidad de saber opinar por una misma, asistías a la chulería de quien había sido capaz de leer a Kafka, por ejemplo, y te tirabas directamente a leerlo para, en otra ocasión, saber hablar de ello. Amor propio, se llama.

Así se gestó una generación ansiosa de saber, de comprobar si lo que nos decían era todo. Una generación que le debe todo a la lectura, que ya tiene leídos todos los libros, libros que cimentaron nuestra cultura y que una vez pasado el paréntesis profesional en el que también hubo que leer mucho aunque ya a la luz de la lámpara y quitando horas al sueño, quedan ahí convirtiéndose en placer. Yo ahora sólo leo lo que me apetece o lo que me recomienda alguien de quien me fíe, lo que ya no he leído ya no lo leo aunque me presuman al lado. Ese amor propio se calmó, ya… que me lo cuenten.

Para estos pocos días de Semana Santa me llevo dos libros entrañables para mí: el discurso de ingreso en el CEL como consejera de honor de Fanny Rubio sobre la Noche Oscura de San Juan de la Cruz y “las historias y leyendas de una ciudad que comenzaba a despertar” de Paco Mañas. Estoy deseando penetrar en la mirada siempre inesperada de Fanny y en cómo demuestra esa conjunción de poesía y mística que va construyendo sobre sus iconos: María Zambrano, Unamuno, Jorge Guillén, Juan Ramón Jiménez… todos colocados en una escala ascendente hasta llegar al gran místico. Sé que me voy a encontrar con un ejercicio intelectual apasionante. Y también estoy deseando ver cómo Paco nos acerca a nuestras raíces y consigue que “mi mente razone, mi conciencia reaccione y mi corazón se emocione” como él mismo pretende en unas palabras bellísimas, y que envidio, salidas de su buen hacer. Os los recomiendo, deseo que sean profetas en su tierra, son nuestros.

De esta manera puede ser este tiempo para mí, sin embargo con mar o incienso os deseo un tiempo de disfrute, que al final es lo único que importa.

Libros - Foto: Chris (Licencia Creative Commons)

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