Tal como si siguiéramos por donde lo dejamos la semana pasada, hoy empieza el otoño siguiendo septiembre. El otoño es un tiempo que me gusta, tiene ese halo de comienzo, de empezar de nuevo mientras esperamos la caída de esas hojas que no vemos como síntoma de un fin, sino como una invitación a seguir mientras pisamos el ocre mullido que reviste de inconsciencia el verano que quedó atrás. Quizá esas hojas amarillas y crujientes que aventamos con nuestros pasos se duelan de nostalgia en espera del viento liberador y sientan que mueren un poco. Pero ellas no mueren aunque parezca que se han rendido. Y lo saben. Por eso saludan al germen cierto que se refugia en una orfandad momentánea.

Decía un escritor consagrado, que la primavera no es para los solitarios. Adelanto que tengo fijación con las frases lapidarias, me llaman como si estuvieran recubiertas de esa fosforescencia que permite vernos en la noche y me impelen a deshacerlas, a pulverizarlas, a recomponerlas, o a completarlas. Sí, es ver una frase de estas y me pasa como con las esquelas, me cruzo de acera. Nadie quiera saber lo que pienso entonces, pero el paisaje que me rodea ya no es el mismo. Para mí la muerte social es eso… siempre recuerdo aquella película en que se muestra gente deambulando apresurada mientras como por arte de magia van desapareciendo unos u otras. Y nadie se da cuenta, la vida sigue.
Pues volviendo a la frase, ninguna estación está hecha para los solitarios, para los solitarios no está hecho nada, todo está hecho para compartirlo aunque no sé en qué recodo de la atención creadora se quedó este olvido. Aún así, sí quiero seguir esta frase, que queda poéticamente genial, y decir que si hay una estación que no está hecha precisamente para los solitarios es el otoño, ese repliegue y ese chasquido del viento y la lluvia tras los cristales. De todas formas sé que lo repetiré en invierno porque considero un desperdicio que “todo” un brasero o una calefacción o una cama, caliente “sólo” a un solitario… Y más en los tiempos que estamos.
Pero a lo que vamos. Estoy oyendo ya demasiado a menudo y en todas partes, redes, conversaciones y demás, que hay que luchar, que no podremos mirarnos a la cara si dejamos pasar toda esta injusticia social sin hacer algo, que al menos que podamos decir a nuestros subsiguientes que no nos quedamos de brazos cruzados. Se está oyendo mucho y eso me mosquea porque cuando se dice algo que nos empieza a preocupar, yo al menos, empiezo a imaginar el núcleo del tsunami que sin duda al final nos engulle. Porque al final suelen demostrarse los mosqueos. Son muy peligrosos los mosqueos. Si te empiezas a mosquear por algo, pon oído, que luego no te estalle en plena cara. No admitas lo irreversible.
Estoy oyendo que estamos muy conformistas, que nos cuesta manifestarnos, que estamos cerca de tirar la toalla y que nada nos importa, que este gobierno haga lo que quiera ya y nos deje en paz, que de algo hay que morir. Esa es mi impresión por lo que veo, todo está ralentizado. Y lo peor es que nunca sé si es síntoma de vejez progresiva o del tiempo de crisis que corremos, que todo puede ser. Sea lo que sea, hay que seguir trabajando por lo que podemos cambiar, porque los tiempos pasan y la vejez cuando pase… es que hemos pasado. Deduzcamos, por tanto, que no es bueno pasar, hay que quedarse, vivir el momento y afrontar lo que toca conscientemente. Y ahora toca luchar, protestar, manifestarse, unirse, todo sobre lo que no cabe marcha atrás aunque la losa sea demasiado pesada. O tal vez nos haya sorprendido, porque no estábamos acostumbrados a losas.
El caso es que tal parece que la sociedad está cansada, laxa, desencantada, asombrada y silenciosa y que a lo mejor tiene algo que ver el que seamos un país envejecido al que le es difícil transmitir sus valores y su coraje a unos jóvenes desconcertados que no se sabe por dónde van. Siempre la vejez y la juventud y, en medio, una masa de personas ocupadas sólo en sobrevivir. Esa me parece que es la sociedad a la que hemos llegado, lamentablemente con más sombras que luces. Y creo, sinceramente, que no nos la merecíamos.
El peso de esta crisis es terrible y no sólo en el aspecto económico. Por supuesto que no estoy de acuerdo con aquel otro punto de inflexión del siglo pasado que fue la guerra civil, pero casi diría que entonces había pasión y lucha. Unos lo hicieron por lo que querían eliminar y otros por lo que querían defender. Con el resultado se instauró otra aceptación sumisa de lo inevitable. Luego, afortunadamente, resurgimos, nada podía con nosotros, volvió la vida, nunca pudimos imaginar el milagro del tránsito. Pero en esa euforia olvidamos los ciclos y que volvería el cansancio y la decepción. Y ahora toca. Sí, estamos cansados y decepcionados, nada fluye, nos ha golpeado cruelmente la imperturbable sequedad de la traición de los nuestros.
Sé que no estoy optimista, me aplana la sensación de que siempre estamos empezando, de que no aprendemos, de que no continuamos, de que no sentamos bases sólidas, de que no nos damos la mano para comunicarnos fuerza. Sólo hay solidaridad en la bonanza, en la precariedad se repliega. Se caen las hojas, las miramos, las pisamos y agachamos la cabeza.
Luchemos, sabemos que de todo se sale y se sale indemne. Aprendamos algo de la enseñanza del pasado. Y del otoño, porque el ciclo se mueve imperturbable, porque la savia quedó y volverá a surgir en una primavera en la que nadie podrá sentirse solitario.

Paseo de Linarejos en Otoño