Tan imposible es avivar la lumbre con nieve,
como apagar el fuego de amor con palabras .
(William Shakespeare)

Despierta mi pueblo cubierto de un manto inmaculado, como un espectro que quisiera quedarse para siempre. La Ermita del Santo Cristo del Llano, parece una nube arrebatada por el blanco cielo inmutable y nuestro castillo viste túnica blanca, cual penitente en busca de redención.
Todo el paisaje de Baños de la Encina, es una fría piel que paraliza a todo ser viviente, que deja a los pájaros sin nido, que congela el canturreo de la fuente y nos aísla unos de otros.
Si fuera una niña pequeña, diría que tengo miedo de que mi pueblo se quede así para siempre: en silencio sepulcral. Miedo de que el fantasma cubra las rendijas de todas y cada una de las huellas que permanecen como signos vitales, en cada uno de los parajes que conforman nuestra identidad. Todo el paisaje parece resignado a mostrar un semblante que no le pertenece y en silencio, aguarda la huida del fantasma, para volver a mostrar lo que era antes de la nevisca. En esa espera me encuentro yo también.
Entretanto, me tomo tiempo para abrigar todos aquellos recuerdos que aparecen en mi memoria, como si un mago los sacara de la chistera, esperando sorprenderme y jugando con las sombras que en las paredes de mi estancia, forman los destellos de la lumbre.
Me llegan imágenes de algarabía en la calle Mestanza siendo chiquillos, aprendiendo la tarea de ser hombre o mujer a través de los múltiples juegos que otros ya jugaron y nos dejaron por herencia: el escondite, el aro, el trompo, la comba, la guerra, el colache, la pita, el escondite…. La calle se convertía por las tardes en un constante recreo, donde tenían que venir a llamarnos los hermanos mayores, como embajadores de los padres, con ciertos aires amenazantes cuando llegaba la hora de cenar. También podía ocurrir, que entráramos como pequeños intrusos, en casa de alguna vecina ,que generosamente nos ofrecía un trozo de pan con aceite y azúcar, para no desmayar y poder seguir correteando, como si en ello nos fuera la vida.
Avivo la lumbre con troncos de leña, para que el frío no entumezca los recuerdos, y se encuentren cómodos, bienvenidos, acogidos, como esas visitas que recibes con alegría, pues llenan la casa de felicidad con su presencia.
El fuego vence al fantasma blanco y su chispear me trae colores a los que no puedo resistir darles forma en mi recuerdo.
De color granate era el casaco de Ricardito, mi primer novio. Nos encontrábamos en la Ermita del Santo Cristo cada mañana a la misma hora. Con su cartera, su pantalón corto, su pelo negro rizado y nariz aguileña. Ricardito era un niño frágil, delicado, poco avezado a las burrerías de los niños del pueblo. Sus padres vivían en Madrid y por cuestiones de trabajo, fueron trasladados a Baños y el pobre no sabía lo que le esperaba, en un ambiente donde los niños y las niñas no movíamos como pez en el agua y donde nuestras marcadas rodillas, eran señales de batallas, por la conquista de nuestra incipiente personalidad.
Lo mejor que le pudo ocurrir a Ricardito, fue conocerme, pues yo lo defendía de todas las cruzadas que se libraban antes de entrar en la escuela. Su peor suerte era su complexión frágil y débil carácter; y lo más grave era no ser bañusco.
Ricardito me gustaba porque era un niño muy callado, me miraba con ojillos de yegua y no se despegaba de mi lado hasta que todos los niños entraban en clase. Como él era excesivamente tímido no llegó a decirme que yo le gustaba, y como yo necesitaba saberlo, se lo pregunté. Él asintió con la cabeza y yo enseguida le dije que él también me gustaba a mi. A partir de ese día, ya no hacía falta hablar ni nada, sólo estar uno al lado del otro. Los niños se reían de él por la indumentaria que llevaba tan diferente a la nuestra: su pantalón corto azul marino, como recién planchado, una camisa de hombre y su jersey de pico de color granate, la cartera de piel, calcetines largos y sus botas también de piel. Todo ello bien conjuntado y su cara lavadísma, peinadísmo, total un cromo. A pesar de la indumentaria clásica, yo ahora le veo más como un romántico. Los niños, al vernos siempre juntos, empezaron con la letanía de que éramos novios en tono de burla, de risas y aprovechaban para meterse con él y decirle cosas como: “Ricardito pelo de gallo, kikirikí” todo, porque el peinado que le hacía su madre para resaltar los rizos, le hacía como una cresta. Yo defendía a mi novio como es propio cuando dos personas se quieren, se defienden.
Pasaban los días amablemente, el curso seguía su curso y los niños éramos niños…Ricadito se fue a otro lugar, no sé si pueblo o ciudad y yo me quedé con su recuerdo cada mañana, en el Santo Cristo, a la hora de la escuela.
Sigue nevando en mi pueblo, pero en mi corazón, la llama del recuerdo me trae más colores, esta vez un poco más lejos de la niñez, cuando empieza esa etapa de transición donde sientes que ya no eres tan graciosa; en esa etapa donde pasas de los juegos a las obligaciones y donde tomas conciencia de que irrumpe una nueva manera de ser libre que no va a resultar nada fácil.
De pronto te das cuenta, de que la escuela se termina y con ella el recreo; cambia el escenario y también las relaciones. Ya no tienen que ir a buscarte a la calle Mestanza porque apenas te dejan salir, y no sabes qué hacer con ese revuelo de nuevas emociones, de sentimientos que te dejan con el “pavo” acuestas. El poco rato que pasabas en la puerta de la casa, te fijabas en los muchachos sin saber manejar esta nueva experiencia vital.
Llegó el momento de fijarme en algún muchacho y mis ojos se prendaron de Miguel y su camisa verde. Supongo que tenía más camisas, pero yo lo recuerdo cuando regresaba del campo y se arreglaba, siempre se ponía su camisa aceitunada. Miguel y yo no nos dijimos nunca que nos gustábamos; ni nos dirigimos la palabra en ningún momento, pero yo me fijé en él y claro está, pensaba que me gustaba y que yo le gustaba a él.
Un día lo vi pasar por mi puerta con una muchacha forastera muy guapa y no me saludó. Pensé que no me había visto pero después me enteré de que se había puesto novio con una de Bailén. Ya no volvimos a hablarnos más; al cabo de un tiempo se casó y se fue a vivir al pueblo de ella. La camisa verde de Miguel trajo poca esperanza a mis sueños, en realidad una camisa verde tampoco era para dedicarle parte de mis fantasías; en ese tiempo yo despertaba a un mundo de sentimientos más complejos que en la niñez, aquella, donde mi querido Ricardito llenaba mi corazón..
La vida transcurría a la espera de que ocurriera algo, y mientras tanto, cumplía a regañadientes con las obligaciones de la casa, la costura, el cuidado de las macetas, y contando los días para que llegara la Romería de la Virgen de la Encina y sobre todo el verano, para poder abrazar de nuevo a los que regresaban de otras tierras, y que cada año volvían para asegurarse de que su pueblo no los había olvidado.
Y llegó Ramón, con todos los colores del arco iris. Camisa de mil rayas, pantalón beig claro y su gesto de hombre amable, sonrisa dulce y trato delicado.
Ramón era amigo de mi hermano mayor y siempre que llegaba a Baños, visitaba nuestra casa dando muestras del mucho cariño que sentía por todos nosotros. El aprecio era mutuo y lo expresábamos con grandes abrazos de bienvenida y una alegría que no cabía en el corazón. Tampoco nos cabía la pena a la hora de la despedida.
En este momento, lo veo entrando por la puerta de mi casa con un libro en la mano: “Rimas y leyendas” de Gustavo Adolfo Bécquer. Le pedí que me dejara verlo y me lo ofreció con algo de timidez, como si no quisiera desprenderse de él. Al abrir el libro me encontré con una manera de decir que jamás había escuchado ni leído y que nunca me hubiera imaginado que pudieran escribirse cosas tan bonitas. Era la primera vez que tenía en mis manos un libro de poesía. Me lo dejó con la condición de que se lo devolviera antes de partir para Barcelona. Me lo recalcó con tal seriedad que aún me hizo valorar más aquella joya.
Yo leía y releía los poemas, con la avaricia de quien tiene un tesoro y no puede dejar de mirarlo. Sabía que se lo tenía que devolver, pero no podía albergar la idea de quedarme sin ese misterio. Cada día que pasaba, sabía que me tenía que desprender de aquello que ya formaba parte de mi revuelo adolescente. Apretada por la circunstacia de que se lo tenía que devolver en pocos días, se me ocurrió la idea de copiar los poemas en una libreta; los copié hasta donde me dio tiempo, pues llegó el día en que Ramón me pidió el libro. Se lo dí con algo de vergüenza como si me hubiese quedado con algo suyo. Nunca me atreví a confesarle éste hecho pero recuerdo que al verano siguiente, le recité de memoria un poema y sonrió con gran dulzura.
En este momento de recuerdo, pienso que si ya es complicada la adolescencia de manera natural, cuando intervienen elementos poéticos de corte romántico, entonces ya se puede decir que hablar de la edad del “pavo” es una minucia comparado con el mal de San Vito. Se podría decir que el “pavo” huye despavorido ante este nuevo estado revolucionario peor que el asalto a la Bastilla. No sólo dejaba de cumplir mis obligaciones, sino que como una auténtica romántica, las incumplía con toda la rebeldía de la que era capaz.
Y es que Bécquer me decía, que yo era poesía, golondrina, arpa, beso, olvido y todos sus versos clamaban en mi interior, como un preso gime por su libertad.
Baños de la Encina sigue blanco y yo permanezco al calor de un dios menor, al calor del fuego que un día Prometeo robó a los dioses para entregárselo a los hombres. Ese fuego que unas veces beneficia y otras perjudica, pero cuando los hombres tienen frío, calienta sus cuerpos y también sus corazones.
Color pardusco era la sariana que llevaba mi amor de primavera. Las llamas me advierten con sus chasquidos, que necesito reposar este momento en el cual, nuestro amor afloraba, a la par que la primavera, y a la vez amor escondido tras la luna para preservarlo de un destino más que incierto.
Las tardes de los encuentros, se llenaban de risas y miradas avariciosas, como si nos quisíéramos robar el uno al otro, como si se tratara del hallazgo de un diamante precioso y único. Plantado uno enfrente del otro, temblábamos como las ramas que suavemente mece el delicado viento. Apenas hablábamos porque había poco que contar, excepto lo que decían nuestros, ojos cuyo brillo podía competir con el universo entero. Nada era tan valioso para mi vida como esos momentos, nada tan importante como la espera, y nada tan hermoso como saber que siempre lo llevaba en mi pensamiento. Todas las tardes de esa primavera, eran fiestas de guardar para mi corazón y ni sístoles ni diástoles bastaban, cuando imaginaba que vendría a verme ese amor, que la primera estación me traía de la mano.
La naturaleza, en toda su solemnidad, también era cómplice de nuestros corazones: el trigo asomaba sus anhelos de pan, los pajarillos tanteaban su primer vuelo. Mostraban los árboles sus primeras señales venidas de lo profundo de la tierra. Ese largo y misterioso viaje, que parte de la raíz a la rama y que nos cobijará cuando el rey sol extienda su poder, en época veraniega.
Sin embargo, mi destino no podía ser diferente al de los espíritus románticos, donde todo al final parece un sueño, un invento del corazón, esa explosión de los sentimientos más sublimes, acaban siendo tan fugaces como fuegos de artificio y sólo te quedan los versos, en un estado de dolor, de infelicidad.
Como si de pronto hubiera llegado el otoño, como si de pronto sucede que nada más nacer la hoja se suelta o la arrancan de su rama, se soltó de mi mano, se desprendió de mi corazón. Ese amor que me enseñó la alborada del alma. Y también su ocaso. Sin embargo, ha quedado en mí su luz; aún brillan mis ojos como esas estrellas tan lejanas, tan muertas desde millones de años y que a pesar de ello nos brindan su fulgor cada noche.
Ahora que el fuego ha quedado en silencio, pronuncio su nombre y sonrío al pensar que para mí, no había un nombre más bonito que el suyo.
Ricardito, Miguel, Ramón y mi amor de primavera, han dejado sus huellas en cada uno de los rincones de mi pueblo y también en el escondite de mi corazón. Por eso esta mañana de invierno en la que mi pueblo ha amanecido cubierto con su manto inmaculado, he sentido miedo de que se quede así para siempre: un escenario blanco donde las piedras de la Ermita parecen enfermar a golpes de algodón, esa piedra hecha de sol, de rendijas por donde asoman florecillas, corretean lagartijas; esa piedra que se alza a lo más alto, como si quisiera mediar entre nosotros y el cielo. Y también sabe hacerse a nuestra medida abriendo sus puertas a la oración.
Se va consumiendo la lumbre y el calor de mis recuerdos, derrite la nieve que oculta la verdadera apariencia de mi pueblo. La esencia de lo que somos, a veces duerme, y sólo despierta al calor de los recuerdos, al calor de un dios menor.

Castillo de Baños