Una cosa es discurrir por el mundo intentándolo humanizar, al margen de ideologías que nos constriñen, que nos exigen, nos obligan, nos imponen. Otra es pasar por el mismo viviendo de prestado, de puntillas, encerrados en nuestra torre de marfil, bebiendo de las ideas de otros, porque nosotros mismos no somos generadores de ideas, de pensamientos, dando por válido aquello que otros nos imponen, porque somos miedosos para pensar por nosotros mismos, por temor a qué dirán los demás o porque es más cómodo que otros trabajen por nosotros para después criticarlos; porque queremos en nuestra cómoda morbosidad, saber todo de todos, pero de nuestra suciedad que nadie sepa. Si es así, entonces vivimos esclavizados, paralíticos, hipotecados por nuestros miedos, de nosotros mismos, relegando nuestro ser, nuestra personalidad a ser castigada al “cuarto de las ratas”, como nos encerraban de pequeños nuestros progenitores o nuestros maestros en la escuela.
Vivimos demasiado politizados, porque intentamos conformar la vida y los pensamientos de los demás a nuestros esquemas mentales, de ideología política, de ideología de partido, de ideología religiosa, estableciendo un doble rasero con el que medir: muy duro para con la gente y muy laxo, apenas inexistente para con nosotros. Miramos demasiado de lado ante cualquier problema, tendiendo a ser proclives a establecer un dualismo exclusivo, maniqueo, que divide el mundo en buenos y malos, sin querer darnos cuenta de que todos compartimos en nuestro indivisible ser, la bondad y la maldad; nadie es absolutamente bueno, ni exclusivamente malo. Por tanto comparando esto con la gama cromática, es decir, la gama de colores, existe entre el blanco y el negro, un abanico inmenso de colorido, que es el que nos define como personas. Pero esta definición personal, es sobre todo definición de actitudes para con los demás, ya que la teoría es sencilla pero la “praxis”, la puesta en práctica, resulta bastante más compleja, porque tenemos que apartar suficientemente nuestros egoísmos, nuestras comodidades, nuestras basuras, para que no nos estorben, nos inmovilicen en el vivir diario.
Y no sé por qué, todas nuestras críticas hacia los demás, acabamos llevándolas al terreno político, ideológico o religioso, que muchas veces más que enriquecer nos embrutecen, convirtiéndonos en sectarios. Criticamos despiadadamente a nuestros políticos, nuestros sindicalistas, a nuestras ONGS, pero desde este inmovilismo que nos invade…¿acaso somos mejores que ellos? No aceptamos al distinto a nosotros en forma de pensar, sobre todo si es en política o en religión a nivel personal (otra cosa son las instituciones que muchas veces doblegan nuestro derecho a la inalienable e indiscutible libertad personal y que sí necesitan de la crítica para ayudar a mantenerlas en positivo, aunque esta crítica sea dura pero acaso necesaria). Y cuando no sabemos cómo piensa otra persona, andamos con miedo, con cautela, llegando a la tremenda barbaridad de rehuir una conversación para que nadie pueda “etiquetarnos”, calificarnos. Eso es ausencia de personalidad, miedo a vivir junto al otro, frente al otro, miedo a construir un dialogo en el que por definición no existen imposiciones; miedo a dar la cara para si es necesario, poder insultar desde el anonimato. No estamos preparados en este país, la España de nuestras entretelas, para establecer una conversación abierta en política, en religión, en laicidad, en aconfesionalidad, respetándonos mutuamente. No estamos preparados (acaso no se quiera) para dar el paso que dio el pueblo alemán reconociendo sus errores históricos mediado el S. XX. Seguimos en una España de “charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María, de espíritu burlón y alma quieta.” Diría entonces Machado. Hablamos de forma poco educada, con frases hirientes, irrespetuosas, con ánimo de hacer daño. Creemos que estar informados es estar “formados”. Nada más lejos de la realidad. Muy devotos somos de los consejos críticos, intentando muchas veces hacer daño a los demás. Viene a mi memoria una frase de los cuentos de “Maricastaña”, del iliturgitano Antonio Alcalá Venceslada, que decía: “Alcaraván zancudo, consejos para todos, para ti ninguno”. O aquello de “Consejos vendo que para mí no tengo”. Hay gente que no es nada creativa, pero está siempre en la línea de aquello que dice: «De qué se trata que me opongo».
Si la política es el arte de organizar la convivencia, según los filósofos griegos y el ser humano es un animal social por naturaleza entonces… ¿por qué en nombre de esto nos machacamos mutuamente deshumanizándonos?. No se hizo el hombre para la Ley ni para la religión ni para la política, sino todo ello para el hombre.

El valor de lo humano. Foto: Jordi Casasempere