Después de Sócrates, con su suicidio forzado en el Areópago griego (asamblea y lugar en que lo juzgaron) y también después del suicidio de Lucio Anneo Séneca, inducido por el canalla de Nerón, en tratados sobre el tema referido en el titular de este artículo, me gustaría hablar, mejor dicho escribir sobre la “Apatía”. Esta palabra, traducida en sentimiento, ha sufrido un cambio semántico, esto es, en su significado y en su entendimiento actual. Según señala Otón Sobrino en su traducción del “Tratado de La Cólera” de Séneca, el hombre, en medio de los avatares, ha de alcanzar la apatía, la impasibilidad, la imperturbabilidad del alma. Casi nada. Postulados del estoicismo y del epicureísmo desde hace más de 20 siglos seguirían siendo válidos hoy para nuestro bien discurrir por la vida. Pero en esas circunstancias extraordinarias, en esos avatares, hay quien confunde ese concepto clásico de “Apatía” con indolencia, desidia, dejadez y hasta miedo a actuar por los peligros derivados de un compromiso con la sociedad, con el mundo que ha tocado vivir. Hay gente que ni siente ni padece, que piensa que ser apático (en su significado actual peyorativo, despectivo) es la mejor postura frente a la vida y frente a los demás, para evitarse problemas. Luego sí; quienes practican lo que hoy llamamos la desidia, la intolerancia, la insolidaridad, son los que ejercen una crítica tremendamente feroz contra tantas personas comprometidas con el mundo en el que dejándose la piel en el camino, han logrado alcanzar ese estado de imperturbabilidad, porque sus semejantes son lo primero. Es necesaria para nuestra felicidad en la vida, una disposición a tener una mente abierta hacia las personas y las cosas; es necesario tener y trabajar por tener, una mente evolutiva, desanclada de los viejos tabúes, como bien dicen algunos pensadores. Porque hemos de avanzar hacia la racionalidad con un absoluto respeto hacia cualquier manifestación o forma de pensamiento, cultura y religión (las actitudes personales son de hecho más criticables) Desde nuestras culturas emergentes y desde las propias religiones, muchos estudiosos, filósofos, teólogos y antropólogos (Sequeiros, Haya, González Faus; universidades como la de Lovaina, y la institución catalana “Cristianismo y Justicia” etc.,) plantean que los deseos de espiritualidad avanzan en el mundo actual y que desde nuevas experiencias humanas, mucha gente está descubriendo que una cosa son las creencias, otra son las instituciones religiosas y una tercera, la fe personal, que hace que el individuo cobre un sentido de transcendencia, ya que la espiritualidad va más allá de los límites de nuestra inteligencia, para iluminar la realidad en su último escalón de verdad y sentido. Por eso, es necesario tener presentes a qué nuevos retos de pensamiento, culturales y espirituales nos enfrentamos en los albores del S.XXI, porque si el “aristotelismo” sirvió como base sobre la que cimentar el cuerpo doctrinal para la formación religiosa cristiana, desde San Isidoro de Sevilla y la escolástica, hoy ya no nos es totalmente válido, porque nos enfrentamos a nuevos desafíos, donde aquí y ahora, quienes tienen la suficiente luz y formación, propondrían (que no impondrían) nuevas líneas de pensamiento, nuevas formas de actuación, una actuación consecuente con las ideas personales de cada uno, para hacer más creíble esta Humanidad ante nosotros mismos.

La imperturbabilidad del alma. Foto: Jordi Casasempere