La noche de Reyes, vi una miscelánea de gente comprometida con el mundo, en el programa televisivo del inefable Jesús Quintero… y me emocioné cuando apareció Diamantino García, “El cura de los pobres”.

Este es el calificativo dado a un hombre por el pueblo. Los pobres, los desheredados, conocido en toda Andalucía, que murió en 1.995 víctima de un cáncer. Es ordenado sacerdote en 1.969 y destinado a los Corrales, Sevilla, un pueblo de 4.000 habitantes en un caluroso agosto. Llega a una comarca latifundista y jornaleros del campo, dispuesto a vivir la radicalidad del Evangelio desde la parroquia que le habían asignado. Diamantino García se sorprende del ir y venir de jornaleros montados en camiones, con todos sus enseres domésticos. Él pregunta qué pasa y le contestan: “Ná, que se van a los espárragos a Navarra. Aquí se quedan el maestro, el médico, los guardias, los viejos y el cura”. Diamantino contesta: “Eso era antes, ahora el cura también se va con ellos como jornalero”. Diamantino pensó que no tenía justificación si se quedaba a la sombra de los santos, encendiendo velas o despachando papeles, porque decía que no era cura de profesión, sino de vocación. Y así, se hace carne de emigración. Decide ser pobre con los pobres y tomar parte en el sufrimiento de los pobres jornaleros, para hacer reales las Bienaventuranzas, cuya primera, en su parte inicial mal traducida quizá, dice: “Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Ya no hay nada de bienaventurado en la pobreza. Muy pronto es conocido por todos los emigrantes y querido por ellos. Diamantino fue respetado por unos, temido por otros por su sinceridad y entrega; vigilado, perseguido, multado, encarcelado. “Este es de los nuestros, este es de fiar”… dicen los jornaleros…” Ya el cáncer en 1.991 había llamado a su puerta. En democracia fue tentado por el poder para importantes puestos políticos, ofertas que siempre rechazó con una respuesta: “Quienes nos comprometemos con el Evangelio de una forma seria, tenemos que optar por los pobres”. Esta sí que es la Bienaventuranza correctamente traducida, esto es: “Bienaventurados los que optan, se comprometen con los pobres”…. Su vida estuvo centrada en Jesús de Nazaret, asumiendo plenamente el Evangelio, porque la vida sólo tiene sentido si es para servir a los demás (decía). Diamantino era un seductor. Una parte importante de su manera de ser la aprendió de su madre, Esperanza, una mujer que irradiaba eso, esperanza y humanidad por donde pasaba. Diamantino, jamás doblegó su fidelidad, aunque le tentaron desde muchos flancos, porque era un utópico imperdonable. Creía y se movía por hacer realidad la utopía de lograr un mundo más humano, más justo y solidario. Trabajaba con los campesinos por hacer una Iglesia más creíble, más profética, alejada de las ataduras del poder y del ensimismamiento, de mirarse continuamente el ombligo de manera estéril. Una Iglesia que retomara a Jesús en su corazón y lo hiciera la diana de sus prédicas. Creía y se movía porque Dios Padre estaba en él. Diamantino estaba presente allí donde nunca llegaban los “encargos de Dios”, porque Dios se transparentaba en él. Acaso esos encargos de Dios no llegasen a los pobres porque algunos los secuestraban. Este cura decía: “La Hostia y el mendrugo a un tiempo, el Padrenuestro y la reivindicación obrera a un tiempo; púlpito y olivo… altar y labranza a un tiempo”. Siempre con una voz insobornable, esa voz tan pacífica y tan guerrera, contando la verdad sin pliegues, sin ataduras. Solía decir: “Medio mundo se muere de hambre y el otro medio de colesterol, así no hay manera” Tenía claro que el Reino de Dios en la Tierra, era la solidaridad, el compartir, el estar junto a los pobres, el ser el último en la gran cena de la vida, para servir. Se fue con el Padre un jueves 9 de febrero de 1.995 y el Pueblo de Dios, el pueblo sencillo, perdió un santo. Igual que el Padre Llanos en el Pocico del Tío Raimundo. Como ocurrirá con el Padre Ángel, fundador de Mensajeros de la Paz. Como ocurrió con el jesuita Ignacio Armada (hermano del tristemente célebre General Armada); el también jesuita Ignacio Ellacuría y sus compañeros sacerdotes en la Universidad Católica del Salvador. Todos los que os conocimos decimos: Benditos seáis, Santos de Dios. No estáis en los llaveros de la tienda de suvenires del Vaticano, pero sí en los corazones de las gentes que os conocieron, que os conocimos. Sin libros religiosos en la mano, sin crucifijos por los que haceros notar, no os hacían falta, porque con vuestra actitud y entrega, erais y seguís siendo Evangelio viviente.

 

Budapest -2006-. Foto: Jordi Casasempere