Durante miles de años, las personas hemos asumido, que el universo está habitado por espíritus maléficos, que envenenan la mente humana y pervierten la convivencia.

En nuestra cultura monoteísta, se les conoce por demonios o diablos, aunque en muchos mitos y leyendas, aparecen con nombre propio: Satanás, Lucifer, Belial, Luzbel, Belcebú, Mefistófeles y otros.

Según las Sagradas Escrituras, los demonios, eran antes de rebelarse, príncipes de los ángeles, mensajeros sobrenaturales de gran belleza, elegidos de Dios.

Pero un día se insubordinaron y fueron expulsados de los cielos. Los más soberbios, cayeron en desgracia por su rebelión; el resto fue arrojado al abismo por su lujuria, al quedar seducidos por la hermosura de las hijas de los hombres y emparejarse con ellas. Después de ser derrotados por los arcángeles del bien, se convirtieron en corruptores invisibles de la humanidad. Para lograr sus objetivos malignos, tomaban posesión del cuerpo de sus víctimas.

El Nuevo Testamento, está repleto de endemoniados anónimos que dan alaridos, echan espuma por la boca, convulsionan o enmudecen. Entre los posesos más notables de la Biblia, destacan, la serpiente que tentó fatídicamente a Eva en el paraíso y Judas Iscariote, el discípulo traidor de Jesucristo.

La idea ancestral del diablo, brota de la necesidad primitiva e infantil, porque es normal en los niños pequeños, aquello de separar tajantemente los buenos de los malos, de compartimentar el bien y el mal puros.

La visión apocalíptica original de la lucha cósmica, entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, con el tiempo se transformó, incluso en las mentes más agnósticas y seculares, en la interpretación radical y simplista de la existencia como una historia moral sin términos medios, en la que las fuerzas de la bondad, son absolutamente incompatibles y están constantemente enfrentadas con las fuerzas de la maldad. Esta visión tan extremista y rígida del género humano, reflejada en las palabras evangélicas «el que no está conmigo está contra mí», ha mantenido vivas durante siglos, las imágenes satánicas en nuestro inconsciente colectivo.

A lo largo de la historia, la figura del demonio, ha evolucionado y ha sido interpretada de acuerdo con los valores morales y los estereotipos del lugar y de la época.

Por ejemplo, en 1667, el poeta londinense John Milton, en su obra “El paraíso perdido” escogió a Lucifer, para escenificar al arquetipo de diablo sedicioso del momento.

Dos siglos después, Goethe creó a Mefistófeles en la tragedia de Fausto. Este nuevo Satán, de carácter irónico, tramposo y embaucador, se distinguía por cambiar de apariencia para engañar, por quebrantar la justicia y promover la destrucción. Unos años más tarde, Fedor Dostoievski, en “Los poseídos” ilustró la esencia del espíritu del mal de su tiempo, a través de la figura de Nikolái Staurogin, un adicto a la maldad más sádica y degenerada, que finalmente se suicida, en un gesto crudo de nihilismo (sólo existe la nada).

Con el paso del tiempo, Satanás ha perdido poco a poco su individualidad y ha representado cada vez más a grupos de personas consideradas intrínsecamente diabólicas. Hace años, fueron los paganos, los herejes, las brujas o los pecadores.

Más recientemente, con la ayuda de Hollywood, el papel maligno, ha sido encarnado indistintamente por indios y vaqueros, mientras que la CNN se ha encargado de alternarlo entre israelíes y palestinos.

Hoy, en las sociedades de Occidente, nuestros demonios más populares son los inmigrantes, los negros, los homosexuales, lesbianas… y más colectivos.

Ciertas personas, confunden las emociones de amor y odio, de forma que sólo son capaces de experimentar autoestima, si al mismo tiempo sienten profundo desprecio hacia otros.

Esta artimaña mental, más o menos inconsciente, les permite reprimir su sentimiento de inferioridad, evadir sus defectos, ignorar su intolerancia y mitigar el miedo secreto a sus propios deseos crueles, o a sus impulsos violentos, reflejándolos y desplazándolos convenientemente sobre el grupo satanizado.

Charles Darwin, Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud y otros pensadores y teólogos modernos, por caminos diferentes, han contribuido al consenso de que los demonios son pura ficción, entes ilusorios cuya identidad está atada a los caprichos y avatares de nuestra imaginación, metáforas, símbolos que absorben y reflejan nuestras fobias sociales y nuestro propio odio .

Aunque muchos la crean desaparecida, la figura del diablo seguirá siendo relevante, porque ofrece una utilidad especial: nos autoriza a maldecir a nuestro antojo, a ciertos grupos de hombres y mujeres sin esperanza de reconciliación. Los seres humanos, reclamamos la superioridad de unos sobre otros.

Fuente y referencia: Luis Rojas Marcos, psiquiatra y director de los Servicios de Salud Mental de Nueva York. Viernes, 28 de julio de 1995. Publicado en Tribuna. He realizado una síntesis de ese extenso dosier, actualizando algunas expresiones.