El veneno entró rápido, no era letal y eso lo hacía agónico. Hay dolores que uno desea que terminen, la muerte es el mejor fin para este tipo de amor. No es culpa de ella, nunca supo lo que portaba. Se dedicó a sonreír, a mirarse en los cristales de aquella cafetería. Necesitaba certificar a cada instante su belleza. Pero no fue esa boca, ni su piel de luz, ni siquiera los inmensos ojos que se clavaban en los míos, lo que me destrozó. Había algo en ese lenguaje silencioso que se introducía en mi sangre, me aturdía, mareado busqué en varias ocasiones escapar. Y ella, ignorando el peligro, sujetaba mi mano buscando una atención que jamás pude retirar. «No sabes a quién estás despertando» le decía, pero su mirada confusa me envenenaba más. Esas horas de silencio, sentados frente al lago Sitel, viendo a unos patos que no existían, pero ella que sí, que están, escúchalos… y su risa bombardeándome el centro. Aquellos trozos de pan que nunca le dimos a su sueño. Y mi sangre hirviendo, buscando más canales en el cuerpo para escapar. Hay venenos que no entienden de piedad.
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Texto de Natacha G. Mendoza y fotografía de Jordi Casasempere