Con demasiada frecuencia seguimos oyendo la fatídica expresión: “el Dios que premia a los buenos y castiga a los malos”. Yo con cierta ironía digo: “el Dios que castiga a los malos y a los buenos si se descuidan”. Y veamos un poco a la historia de Israel.
La gran teofanía (aparición) de Yahvé a Moisés, en la zarza ardiente, indica el principio de la liberación. No son relatos históricos tal como entendemos hoy la historia. Hacen referencia a acontecimientos del s. XIII a. de C. y se escribieron entre el VII y el IV antes de Cristo: Dios oye las quejas del pueblo. No es un Dios impasible, que le importa muy poco la suerte de los seres humanos. Es un Dios que interviene en la historia a favor del pueblo oprimido. Así lo creían ellos. Pero somos nosotros exclusivamente, los responsables de que la humanidad, camine hacia una liberación o que siga hundiendo en la miseria a la mayoría de los seres humanos.
“Yo soy el que soy”. Estamos ante la intuición más sublime de toda la Biblia y seguramente de todo el pensamiento religioso:
Dios no tiene nombre, simplemente, ES. El nombre de Dios es una expresión verbal: “El que es y será”. Porque en aquella cultura, conocer el nombre de alguien era dominarlo. Pero Dios es inabarcable y nadie puede conocerle ni manipularle. Es una pena que hayamos intentado durante dos mil años etiquetarlo, encorsetarlo, meterlo en conceptos y explicarlo.
Partiendo de la experiencia de Israel, Pablo advierte a los cristianos de Corinto, que no basta pertenecer a una comunidad para estar seguro. Nada podrá suplir la respuesta personal a las exigencias de tu ser. El ampararse en seguridades de grupo puede ser una trampa. Esta recomendación de Pablo está muy de acuerdo con el evangelio. Pablo dice: “El que se cree seguro, ¡cuidado! no caiga.” El evangelio dice por dos veces: “si no cambiáis de mentalidad, todos pereceréis”. La vida humana es camino hacia la plenitud, que necesita de constantes rectificaciones.
El evangelio nos plantea el eterno problema. ¿Es el mal, consecuencia del pecado? Así lo creían los judíos del tiempo de Jesús y así lo siguen creyendo la mayoría de los cristianos de hoy. Desde una visión mágica de Dios, se creía que todo lo que sucedía era fruto de su voluntad. Los males se consideraban castigos y los bienes premios. Incluso la lectura de Pablo que acabamos de leer se pude interpretar en esa dirección. Jesús se declara completamente en contra de esa manera de pensar. El más claro ejemplo es el del ciego de nacimiento en el evangelio de Juan, donde preguntan a Jesús, ¿Quién pecó, éste o sus padres?
Debemos dejar de interpretar como actuación de Dios, lo que no son más que fuerzas de la naturaleza o consecuencia de atropellos humanos. Ninguna desgracia que nos pueda alcanzar, debemos atribuirla a un castigo de Dios; de la misma manera que no podemos creer que somos buenos porque las cosas nos salen bien. Solo oímos lo que nos permiten escuchar nuestros prejuicios.
Debemos salir de esa idea de Dios-Señor, o patrón soberano que desde fuera nos vigila y exige su tributo. De nada sirve camuflar la idea con sutilezas. Por ejemplo: Dios, puede que no castigue aquí abajo, pero castiga en la otra vida… O, Dios nos castiga, pero es por amor y para salvarnos… O Dios castiga solo a los malos… O merecemos castigo, pero Cristo, con su muerte, nos libró de él.
Pensar que Dios nos trata como tratamos nosotros al asno, que solo funciona a base de palo o zanahoria, es ridiculizar a Dios y al ser humano.
Estamos en manos de Dios, pero su acción no tiene nada que ver con la nuestra, es de distinta naturaleza; por eso la acción de Dios, ni se suma ni se resta, ni se interfiere con la acción de otras causas. Desde el Paleolítico, se ha creído que todos los acontecimientos eran queridos por un dios todopoderoso. Si no os convertís, todos pereceréis. La expresión no traduce adecuadamente el griego metanohte (metanoia) que significa cambiar de mentalidad, ver la realidad desde otra perspectiva. Perecer no es desaparecer, sino malograr la existencia. Dice Jesús que todos somos pecadores y tenemos que cambiar de rumbo. Sin una toma de conciencia de que el camino que llevamos termina en el abismo, nunca estaremos motivados para evitar el desastre. Si soy yo el que voy caminando hacia el abismo, sólo yo puedo cambiar de rumbo. Cada uno es responsable de sus actos. No somos marionetas, sino personas autónomas que debemos apechugar con nuestra responsabilidad.
La parábola de la higuera es esclarecedora. La higuera era símbolo del pueblo de Israel. El número tres es símbolo de plenitud. Es como si dijéramos: Dios me da todo el tiempo del mundo y un año más. Pero todo tiene su tiempo para dar fruto. Dios no puede suplir lo que tengo que hacer yo. Tengo una tarea asignada; si no la llevo a cabo, esa tarea se quedará sin realizar, la culpa será solo mía, pero también afectará a otras personas. No tiene que venir nadie a premiarme o castigarme. El cumplir la tarea y alcanzar mi plenitud, es el premio y no alcanzarla el castigo.
La tarea del ser humano no es hacer cosas, sino hacerse a sí mismo, es decir, tomar conciencia de su verdadero ser y vivir esa realidad a tope.
¿Qué significa dar fruto? ¿En qué consistiría la salvación para nosotros aquí y ahora? Tal vez sea esta la cuestión más importante que nos debemos plantear. No se trata de hacer, o dejar de hacer esto o aquello, para alcanzar la salvación. Se trata de alcanzar una liberación interior que me lleve a hacer esto, o dejar de hacer lo otro, porque me lo pide mi auténtico ser. La salvación no es alcanzar nada ni conseguir nada. Es tu verdadero ser, estar identificado con Dios. Descubrir y vivir esa realidad, porque comprometerse con el hermano, sobre todo si sufre, es la verdadera realización personal.
Nota: Se dice en botánica que ha de esperarse 3 años para que una higuera esté dispuesta a dar fruto. Pero para recoger el fruto, hay que esperar un año más. Si no, la higuera se perderá.
Fuente: Fray Marcos Rodríguez Robles. Dominico. (Fe Adulta). Tendencia de las religiones. Religión digital.