Pasamos gran parte de nuestra vida, si no toda, en una continua batalla entre nuestro yo ideal y nuestro yo real; o mejor, entre nuestro yo adulto y nuestro yo niño.
El yo adulto es el estado de equilibrio personal, de ausencia de miedos, de seguridad en uno mismo, cuando se sabe lo que se quiere y ese saber se integra en lo que nos rodea.
El yo niño está demasiado lleno apegos a las cosas de la vida y por tanto repleto a veces de frustraciones, caprichos, egoísmos…

Nuestra “programación personal” desde un yo adulto, hace un ejercicio al discernir entre lo que es necesario y lo superfluo; esto en todas la facetas, en todas las esferas del ser, en lo afectivo y en lo material.
Sin embargo, el yo niño, es la continua dependencia de nuestros deseos, nuestra dependencia de los que nos rodean, de su continua aprobación. Es frustración, falta de equilibrio, preponderancia de las emociones sobre la razón y sobre todo, la necesidad de hacer notar a los demás, que nos sentimos y somos el centro de atención, transmitiendo muchas veces esa sensación. Así, en este estadio de personalidad, si uno está mal, aunque sea inconscientemente, desea que los demás también lo estén y si uno está bien, los demás han de estar bien por narices.

Esto, nos pasa a todos o casi todos en muchos momentos de nuestra vida, porque no conocemos nuestro yo auténtico y estamos en un continuo debate interior para forjar nuestra propia personalidad, no dependiente de nada ni de nadie. Porque en definitiva, la búsqueda de nuestro yo, es un continuo proceso de crecimiento personal, de reafirmación de nuestra propia esencia. La felicidad no se puede buscar exclusivamente fuera, ya que esa búsqueda se convertiría en un absoluto fracaso. Porque el ser humano es o debiera ser fundamental y personalmente verdad, felicidad y realidad, siempre dispuesta a llenar la copa de nuestro yo, para ser útiles a los que nos rodean.

Si la felicidad no la encontramos dentro de nosotros mismos, la tarea de la búsqueda se convierte en baldía, porque no la encontraremos en otro lugar. No se puede dar de lo que no se tiene, no se puede dar de lo que nos falta y por ello, en muchas ocasiones, para salir de nuestro marasmo personal, intentamos ser el centro en todas cuantas ocasiones nos es posible, bien en un grupo, bien en la familia, bien en nuestro centro de trabajo. Todo ello, porque no hemos aprendido a ser “invisibles”, aunque sí necesarios. Porque en la inseguridad de nuestro yo niño, nuestro subconsciente, nos obliga a retirarnos “atacando”, como si con ello reafirmásemos nuestra personalidad, cuando se produce justamente todo lo contrario. La seguridad personal y la clara conciencia de que no podemos agradar a todo el mundo, son los primeros condicionantes, los primeros pasos que hemos de admitir para la reafirmación de nuestro yo adulto, porque si estas condiciones previas no se dan, estaremos auténticamente perdidos en esta búsqueda. Quizá no se puedan hacer grandes cosas en la vida, si no somos capaces de hacer o superar las barreras cotidianas; es lo mismo que querer ser piloto de aviones si nos mareamos en un coche.