Oía llover; con el brazo sobre mis ojos oía llover. Con el brazo apartado de mis ojos no escuchaba nada. Repetí la operación igual en diez ocasiones, muy concentrado, aprovechando el silencio de la noche. Con el brazo sobre mis ojos oía llover; con el brazo apartado de mis ojos no escuchaba nada.

Me cuesta conciliar el sueño, y cuando no ha ocurrido algo en lo que pensar, me lo invento. Pero aquella madrugada tenía en qué pensar; por eso estaba bocarriba y no de lado y hecho un ovillo. Las madrugadas que tengo en qué pensar no me importa no dormir, y me coloco bocarriba, cómodamente, como echando el rato, hasta que me duermo; porque al final, aunque sólo sea un rato, me duermo. Las madrugadas que me invento un entramado en el que sumergir mi mente mientras consigo conciliar el sueño, me coloco de lado y hecho un ovillo, que es como me gusta dormir, porque dormir es lo que persigo.

Tenía el brazo sobre mis ojos y oía llover. Y aquel día había sido frío, y la predicción del tiempo daba agua, y aquí, en la montaña, el agua podía ser nieve. Y quería ver nevar. Hacía demasiado tiempo que no veía nevar. Quería ver nevar. Entonces bajé de la cama, aunque yo escuchara llover, para asomarme a la ventana y ver si era nieve, o aguanieve. Nada, todo seco, ni agua ni nieve ni aguanieve.

De nuevo en la cama, bocarriba, con el brazo sobre mis ojos, oía llover. Agudicé cuanto me fue posible el sentido del oído y me di cuenta de que no caían gotas de lluvia sobre el tejado, no se escuchaba ese golpeteo tan característico. Llovía sólo sobre mis ojos, y si apartaba el brazo, la lluvia cesaba. Me olvidé de lo que estaba pensando; continué bocarriba, cómodamente, como echando un rato. Pero ejecutando por lo menos diez veces ese ejercicio, el de colocar y apartar el brazo de mis ojos. Y en una de esas, sin saber por qué, en lugar de continuar usando el brazo izquierdo, realicé la acción con el derecho, y fue lo mismo que cuando apartaba el otro: no escuchaba nada. Entonces empecé a colocar primero un brazo y luego otro sobre mis ojos, sin variar un ápice la posición del resto de mi cuerpo, igual en otras diez ocasiones. Efectivamente, sólo el brazo izquierdo traía lluvia.

Me desvelé; porque para desvelarse no siempre es necesario estar durmiendo; basta con que se haga insoportable permanecer en la cama. Tiene mucho peligro; es fácil que se te vaya una hora. Primero sales a tientas del dormitorio, das la luz de fuera, enciendes el brasero, te fumas un pitillo, vas a la cocina, abres el frigorífico, comes algo, te vas de nuevo al salón, al brasero, tratas de relajarte, te enciendes otro cigarro… Una hora, una hora no te la quita nadie. Y cuando regresas a la cama el sueño no te aguarda sujetando un martillo. Vuelves a pensar, ya sí que de lado y hecho un ovillo, tratando, imperiosamente, que todo se acabe de una vez, de dormir. Y al final lo consigues; pero entre la hora que se te ha ido, y la hora del principio, y, con suerte, la media hora del final, duermes poco, apenas un rato; y aunque te has habituado a dormir poco, sólo un raro, que el rato sea más chico que de costumbre te afecta, y al día siguiente te despiertas jodido y con la cosa que te llevaste para pensar igual de jodida.

Olvidé el brazo de lluvia. El trabajo, el problema, el cansancio, otros pequeños problemas que aparecían sobre la mesa, el cansancio que me impedía disolverlos y ver como tantos pequeños problemas eran capaces de convertirse en un gran problema, la impaciencia del jefe, la ofensiva de quien me quiere mal y se alegra que ese día normal, como cualquier otro, se me esté torciendo, la energía usada contra ése, la excusa de que no me encuentro bien y pedir permiso para marcharme a casa, la casa, el problema… Olvidé el brazo de lluvia. Y empezó a nevar; entonces empezó a nevar; justo cuando metía el coche en el garaje, justo cuando entraba en casa; y dentro de casa, con Mercedes aguardando mi opinión acerca del problema, sin nombrarlo, seria, distante, buscándose quehaceres para no coincidir conmigo en el salón, también olvidé que quería ver nevar y no me asomé a la ventana.

Me quedé dormido hasta la una de la madrugada, que es la peor de todas las horas para despertarse. Tenía un plato de judías verdes ante mis ojos, la tele encendida, la luz encendida, el brasero encendido; igual que si fueran las nueve de la noche, la hora de cenar. Y eso hice, recalentarme la comida en el microondas y cené; y me puse a ver la tele, fumando, tranquilo, igual que si fueran las nueve de la noche; pero sin Mercedes recordándome que debía darle pronto una solución a nuestro problema. Las tres, las cuatro, las cinco, las seis de la mañana… Una cabezadita, sin darme cuenta, sin pretenderlo, y la alarma de las siete.

Ese segundo día no llegué tan cansado al trabajo y resolví los pequeños problemas del día anterior. Todos. A media mañana tenía la mesa limpia, para joder al que no me quiere bien. Luego, el jefe, con su impaciencia, me trajo otros nuevos problemas, varios a la vez. Nada; poca cosa; eran pequeños, más de lo mismo; me puse con uno, con otro, y con otro… También los solventé todos; y me dio tiempo a ir al retrete a fumar y a relajarme, y a canturrear, como quien no quiere la cosa, cuando sorteaba la mesa del maldito hijo de puta que no me quiere bien. Dieron las tres en el momento justo, tras el primer bostezo indisimulable. Salí contento, y en cuanto puse en marcha el coche empezó a nevar; una nieve cálida, esponjosa, sin peligro aún para la conducción. Llegué a casa todavía más contento. Había olvidado el problema y mi deber de encontrarle una solución. Metí el coche en el garaje, me quité los zapatos, me puse las zapatillas y me asomé a la ventana. Las puntas de los pinos comenzaban a vestirse de blanco. La visión era preciosa, muy nueva después de tanto tiempo sin ver nevar, sin nieve. Le dije a Mercedes que se acercara. La quería a mi lado; no quería que se lo perdiera, que la seriedad que le había impuesto un maldito problema la dejara sin esa imagen. Y vino enseguida; y me permitió que la cogiera por la cintura, y que apoyara mi cabeza sobre la suya y la estrechara aún más fuerte. Y entonces le dije que la culpa de nuestra rutina, del aburrimiento, no se debía a nuestra forma de vivir y, mucho menos, a que ya no nos amáramos lo suficiente. Y le dije también que los problemas más grandes se solucionaban con pequeñas soluciones, que yo estaba contento porque estaba viendo nevar, ante la ventana, ante nuestra ventana, cogido a su cintura, muy feliz sólo por eso, nada más que por eso; y entonces le pedí que cerrara los ojos, y le puse el brazo izquierdo sobre ellos, y me dijo que qué pena, que había durado muy poco la nieve; pero que le encantaba ver llover a mi lado.