El veinticuatro de marzo, se cumplen 37 años de la muerte de monseñor Oscar Arnulfo Romero en el Salvador. Este arzobispo, paladín de la lucha contra la injusticia y la opresión del pueblo salvadoreño, defensor a ultranza de los desposeídos, era abatido de un certero tiro en el corazón, con una bala explosiva, mientras oficiaba misa. Un día antes, el 23 de Marzo, decía en su homilía: “En nombre de Dios pues y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo, les suplico, les ruego, ¡les ordeno!; en nombre de Dios, ¡cese la represión!

Estas últimas palabras, constituyeron su sentencia de muerte. Era un obispo del pueblo y para el pueblo, de una extracción social humilde, que sufrió un proceso de conversión al descubrir la grandeza de alma de ese pueblo, reprimido y masacrado por el fascismo militar y paramilitar y por el gobierno de su país.

Él tuvo como cristiano la gran suerte de redescubrir esa realidad liberadora, de redescubrir el Evangelio hasta el punto de costarle la vida. Y descubrió esa Palabra duramente, amargamente, cuando su amigo el sacerdote Rutilio Grande era asesinado, como él lo sería posteriormente, por el delito de estar junto a los pobres, por ser la voz del oprimido, la voz que clamaba en el desierto. Igualmente, el 16 de noviembre de 1989 eran asesinados en la UCA de El Salvador, ocho personas, seis de ellos jesuítas, entre los que estaba Ignacio Ellacuría, Rector de la Universidad.

Aquí, nuestra posición ante el Evangelio, viene determinada y condicionada por el miedo a perder las cotas conseguidas en el status social, el reconocimiento y el prestigio, en lo económico, en el consumo, nuestro gran dios. Porque cada uno estamos haciendo un dios a nuestra medida, en lugar de empaparnos del Evangelio y ser consecuentes con él.

La re- evangelización, el amor al Evangelio, vendrá sin duda de la mano de los más oprimidos del planeta. Monseñor Romero pasó de ser un obispo “ortodoxo”, acomodaticio con el poder, a estar en primera línea de la denuncia evangélica frente a la injusticia, haciendo delación contínua, no sólo de las causas de opresión, sino también de sus responsables. Después de esto, miro hacia un lado y otro y comparo obispo con obispos… y me invade una profunda tristeza. Porque con este modo apergaminado, enmohecido, que tiene la mayoría de la jerarquía de la Iglesia de difundir el mensaje del Nazareno, se corre el peligro de institucionalizar a Dios, reduciéndolo a una estatua de barro o de madera y Dios no puede ser eso. Solo desde nuestra soledad interior, podremos convertirle en el motor de una vida puesta al servicio del otro; si no, nada tiene sentido.
Por amor al Mensaje Liberador de Jesús, le arrancaron la vida. Oscar Arnulfo Romero Galdámez, profeta y mártir, a pesar de muchos en esta Iglesia.

Pero hoy veo un rayo de esperanza en la decisión del papa Francisco, cuando lo comparo con monseñor Romero. El camino de la conversión personal ha sido algo parecido. Ahora Francisco ha dicho querer una Iglesia pobre y con una opción hacia los pobres. Si lo dejan.

A los sectores cristianos comprometidos con el Evangelio, la beatificación de Óscar Romero les suena a otra cosa: nada que ver con los fastos vaticanos en honor a otras figuras. La beatificación no aporta nada fundamental de por qué monseñor Romero es santo, porque el pueblo ya le ha hecho Santo.

Pero en esta primavera de la Iglesia promovida por Francisco, es bueno que la Institución reconozca lo que el pueblo sufriente lleva viviendo años. Ésta beatificación, sí.

Habla Javier Baeza, párroco de San Carlos Borromeo. A su lado está Daniel Sánchez Barbero, un cura de Moratalaz que pasó 23 años en El Salvador, hasta que un diplomático español, le recomendó que cogiera un avión si quería salvar el pellejo. «Éramos carne de cañón. El gobierno y los paramilitares nos acusaban hasta de poner bombas. Ahora la Iglesia dice que Romero es un santo y ellos, los ricos, los que se hacían cruces, han matado a un santo». «La beatificación vuelve a poner sobre la mesa que dar la vida por los demás tiene mucho que ver con el espíritu de Jesús. La santidad la reconoce el pueblo, no los papeles o intereses poderosos», estima Baeza. ¿Y cómo caerá esta beatificación entre los círculos más integristas de la Iglesia? Dice Sánchez Barbero: «Están muy ideologizados; alguien como Romero no cabe en su mentalidad, conservadora e intolerante.
Él es un santo moderno, un mártir por la Justicia, por decir la verdad. Aceptarán la beatificación porque viene de la Institución, pero en el fondo no la quieren. No será un santo de su devoción».