La verdad se demora cuando una persona deja de amar a otra. Por mera conveniencia del infractor. Por lástima. Por si el tiempo que ha de pasar termina por derruir esa certeza punzante y abre la senda a una nueva oportunidad. Por miedo. Por simple desidia. Por las reacciones y las opiniones de otros, que no significan nada dentro de esa historia particular; pero son, a su vez, los artífices de la historia individual de cada uno de los protagonistas. Por controversia con el propio amor, al que ya no se le entiende como antes y se propicia el pensamiento de que lo erróneo fue pretender que la compaña de la una o del otro lograra auparse eternamente sobre todo lo demás. Por la supuesta existencia de un dios y los mandatos que éste impone. Por lo que dirán o podrían decir aquellos que realmente no importan. Porque la verdad no siempre trae consigo consuelo. O por otras cientos de razones más, a las no resulta raro ver actuar al unísono.
Miguel se sentó frente a Clara, que hacía punto en una butaca del jardín. Le pidió que dejara la lana y las agujas en la mesa y que pusiera atención en lo que iba a decirle. Inclinó su espalda treinta o cuarenta grados, posicionó sus antebrazos sobre las rodillas de su mujer y asió sus manos a las suyas. “Yo ya sólo te quiero”, fue la frase que eligió, sin agachar un ápice la mirada.
Clara no tardó en comprender. Y de inmediato, mentalmente, traspasó el umbral de ese momento y se descubrió libre para el resto de sus días. Cerró los ojos y exhaló todo el aire contenido en sus pulmones. “Por fin” canturrearon en un idioma intangible esas hondas celestiales de oxígeno. Pronto, reparó en la presencia de Miguel y se repuso de ese brote de felicidad incalculable. Entonces fingió pena. Y antes de que a él le sobreviniera un gesto de cuidado hacia ella, le atrajo con sus manos, besó una de sus mejillas y le insistió en que se mantuviese tranquilo, asegurándole que ella se encontraba bien, que suponía, que entendía.
Meses más tarde, cuando las dos mitades de esa primera parte habitaban en lugares distintos y se habían disuelto los motivos para los encuentros, Clara se despertó una mañana antes de tiempo en otra parte. Miró la espalda desnuda que tenía frente a sus ojos. La recorrió con las yemas de sus dedos índice y medio, y no sintió nada. Repitió el ejercicio, acabando esta vez con sus cinco dedos mullendo las nalgas del hombre desnudo que tanto le gustaba, y arremolinando su boca contra su nuca. El hombre se giró sobre sí mismo, le mordió los labios, el cuello, besó su escote, sus pechos, succionó con ansia sus pezones. La penetró y comenzó a moverse enérgicamente, hasta el acabose. Clara, entonces, lo entrelazó fuerte con sus brazos, impidiéndole de esa manera que levantara la cabeza en busca de un último beso cómplice. Y se descubrió llorando.
La verdad se demora cuando una persona deja de amar a otra…