A Helena siempre le han gustado los proverbios chinos. Me la imagino en su casa, junto a su marido y su hija, riendo con ellos, fingiendo que lo hace de verdad, que les escucha realmente y no piensa: “si no estoy, no me esperes”. Y luego me la imagino hacia el mediodía, en la terraza del bar de cualquier plaza, haciendo lo mismo: fingiendo que escucha y que no anda preguntándose si aún me encuentro aquí, esperándola. Y también me la imagino en la sobremesa, follando como si tal cosa, simulando que no existe nada más importante que la polla que la penetra, jadeando más que de costumbre, para que a su marido no se le pase por la cabeza que su mujer tiene puesta la atención en otra parte, en este café, en mi persona. Y por la noche. Me la imagino por la noche mirando una película, ahora interrogándose sobre si ha obrado de la manera correcta, si debe mandarme algún mensaje, dar señales de vida, ofrecerme alguna excusa, alguna explicación. Y al poco de eso, la imagino durmiendo, vencida por la tensión del proverbio, por las risas de la mañana, las cervezas, el sexo, la película. Más tarde despertará, hacia las tres o las cuatro de la madrugada, y se sentirá agradecida a ese sueño por apartarla de la tentación; y entonces puede que se aferre al cuerpo de su marido, y puede que a su estúpida polla, para que la penetre de nuevo, fuerte, muy fuerte. Como lo haría yo.

Por la mañana tiene que preparar el desayuno y arreglarse y planificar la comida, y habla con su nena, le pregunta si se sabe bien el examen, si vendrá a comer y en qué punto de la película se quedó dormida y quién logró llevarla a la cama. Y se ríe de las respuestas de su hija. Y besa a su marido, que huele a jabón y a vida mansa.

A su mejor amiga le confiesa que se arrepintió la noche del sábado. Dice que al pronto se inventó un mensaje falso o un correo, y que valiéndose de ese impulso lo leyó en voz alta: “se suspenden las jornadas programadas para mañana, domingo, por problemas en el local de celebración”. Vaya, dice que expresó entonces, mirando y sonriendo a su marido. Y dice que al rato, en la cama, se arrepintió de haber hecho eso. Pero también dice que los impulsos están enraizados con los instintos. Y que ahora: lunes por la mañana, en el departamento de humanidades, se alegra de su decisión, y que no quiere saber nada de mí, que ya soy grande para entender; y que su cuerpo pertenece a esa ciudad, a esa universidad y a su familia. Lo mismo que su cabeza y sus sentimientos. Y, por último, le pide a su amiga que no pregunte más por la cuestión, que se acabó.

Perduro. No me acabo. Y la fuerzo a borrar mi número de teléfono de su agenda y a sacar a colación un tema distinto cuando en el noticiario se habla de alguno referido a mi ciudad. Incluso adopta una manía extraña: aprieta y destensa las manos cada tanto, y su marido y su hija se percatan. ¿Por qué haces eso?, le preguntan. Por nada. No lo sé, responde Helena, de mala gana.
Al mes siguiente, un hombre mayor que ella le sugiere que regrese a las viejas lecturas del instituto; una mañana hablan de Homero, de La Celestina, del Principito, de Las ratas, de Delibes entero y Torcuato y Mendoza, Eduardo Mendoza, mientras beben café, frente a una máquina. El hombre es nuevo en la ciudad, y está casado, y es padre de dos jóvenes, y parece muy sensible y muy culto y muy interesante; pero está casado y es padre de dos jóvenes y es nuevo en la ciudad. Y Helena cree que su recomendación sólo obedece a un ánimo por empatar con alguien, alguien que parece muy sensible y muy culta y muy interesante. Eso le ha dicho el hombre, tras un par de sorbos de café: pareces muy sensible, muy culta y muy interesante.
Ese hombre y Helena se casan al cabo de uno o dos años. Antes ella le explica a su marido que la felicidad que le reporta el olor a jabón es un páramo a gran altura, pero desde el que aún se divisan grandes montañas. Y el marido entiende, se muestra comprensivo; y todo finaliza en una agencia inmobiliaria, con la venta de un piso y la firma de un acuerdo. La nena, además, se percata de que su madre ha dejado de apretar y destensar las manos: Y eso la tranquiliza. Ya casi es toda una mujer, a punto de cumplir los diecisiete. Y entiende, también entiende.

La mejor amiga de Helena le pregunta si eso mismo no valía conmigo. Están merendando en el interior de unos grandes almacenes, descansando, en el bullicio de las rebajas; han transcurrido cinco o seis años y ya pueden volver a efectuarse esta clase de preguntas. No, claro que no, responde ella. Y al paso de dos o tres segundos se escuda en la mayor edad del hombre (sin detenerse a explicar), y en la ciudad y la universidad que comparten. Y tal vez, tras una leve contracción de sus manos, diga también que lo nuestro no tenía futuro (sin detenerse de nuevo a explicar), y que lo haga apostando la atención de sus ojos en un vacío repleto de grandes montañas.

Luego, es posible que al hombre o a ella le surja una buena oportunidad en el norte y que la ciudad y la universidad que compartían deban revertirse en otras. Y que Helena le diga a su amiga: Estoy muy bien con él y mi niña ya es adulta: veinticuatro, casi veinticinco. Y le acompañe o se deje acompañar, con todo lo que eso implica.

Y tal vez allí, en ese lugar nuevo, al paso de más años, regresen el olor a jabón, el páramo y la vida mansa. Y quizá sea allí también donde ella muera, después de cumplir los ochenta, los noventa o los cien. Y puede, incluso, que lo haga tras un leve espasmo que la obligue a apretar y a destensar las manos. No lo sé. Lo que es seguro es que yo seguiré aquí, en este café, esperándola.