Hay otra vida a derecha o izquierda de la vida.
Otra gente la ocupa.
Lo hace como creemos que Marilyn se tomaría una copa en La Habana.
O como a nosotros nos gustaría tomarnos esa copa en La Habana.
O como nosotros creemos que nos gustaría tomar esa copa en La Habana.

Porque luego puede que todo nos parezca demasiado roto en La Habana.
Y puede que, una vez allí, cualquier lugar conocido nos parezca menos roto.
Hasta puede que deseemos volver antes de que finalice nuestra experiencia.
Y lo haremos, claro.
No antes. Cuando toque: después de los ocho días y las siete noches.

Y entonces diremos que estuvo bien. En realidad, muy bien.
Porque pensamos que la culpa es nuestra, de nuestros ojos, de nuestra manera de percibir las cosas.
Porque no puede ser que La Habana no sea lo que creíamos que era,
cuando imaginábamos a Marilyn tomándose una copa.
No puede ser. Somos mentira. De mentira.
Y La Habana está nueva o no demasiado vieja.
O todo lo vieja que debe estar para ser La Habana que merecía Marilyn.
La Marilyn Monroe, la de verdad.