Además de lo ya comentado en estas páginas sobre las elecciones el pasado 26 de Junio, hay algunas anécdotas dignas también de mención. Ocurría en una de esas tertulias que se producen en torno a alguna mesa electoral en esos momentos en que, pasados los agobios de la inexperiencia o la cola de votantes, se abre paso la cháchara en el grupo que el azar ha formado. Tras las presentaciones y algunos comentarios intrascendentes, se puede pasar, y en función de la química que se establezca, a asuntos de los más variopintos. Llegado el caso, incluso de aquellas cuestiones propicias para la discrepancia. Hay que recordar que, aparte del azar, nos había concitado también  el ser personas de expresa ideología distinta. Consciente del mencionado riesgo, acepté el reto pertrechado del conveniente silencio para llegado el caso.

            Salieron varios asuntos que merecían debate. De todos ellos recuerdo que la palma se la llevó el los desahucios. Si. En alguna ocasión he comentado aquí el asunto que hoy abre este escrito. Sospeché que sería enriquecedor el asunto allí y por eso lo suscité yo. Era consciente de parecer allí  un bicho raro, si aludía a mi experiencia de ayuda a desdichadas familias. Dudé.  Pensé que por una vez merecía la pena que la vida de la gente (su casa)no fuera un espectáculo más  que se echan a la cara bustos parlantes que no sienten. Así que superé mi vacilación  y lo propue.

             A medida que las palabras salían de mi boca, el lenguaje corporal de mis colegas me advertía de miedo, de inseguridad y de recelo. Así que hice acopio de la máxima calma de que fui capaz para escuchar las opiniones de cada cual. Pese a cierto atropellamiento en las intervenciones, traté de memorizar las novedades que se iban aportando. La irresponsabilidad era el argumento, que sólo o en unión de la droga, los capichos, la imprevisión, la dejadez, la pereza, la posibilidad de la sopa boba y así, se repetía hasta el infinito. Mientras atendía a sus palabras y al lenguaje gestual, trataba de rebuscar en las referencias autobiográficas previas, situaciones que pudieran acercarles al drama que les había sugerido. Ni siquiera  el joven sin trabajo acogido el techo de sus padres miraba de frente. Aguanté con gran esfuerzo las ganas de replicar varias veces. Cuando  llegó cierta calma tras el desahogo-justificación de cada cual, levanté la mano para hablar. Pregunté si no conocían a nadie que lo estuviera pasando mal en su familia y amistades. Yo si conocía casos y me había implicado en ellos y estaba dispuesto a hablar de cosas concretas en lugar de acusar, sin indagar, a la gente pobre de sus propias desgracias. Alguien quiso sacudirse. En ese momento conté la historia.

            Reviví como pude la voz asustada de aquella mujer que había llamado a la plataforma. Sólo cuando escuchó el nombre del compañero Ángel, abrió la puerta y me hizo pasar avergonzada a la lóbrega casa. Me enseñó los papeles de los médicos. Entre lo que leí y lo que me decía su voz entrecortada, me enteré de la fractura del brazo y de los intentos de suicidio del marido. Él, albañil de profesión, había tratado de mejorar, cuando acababa su jornada, el triste cuchitril que había comprado hacía años. Hacía un par de años, tuvo el accidente en la casa sin la cobertura deseable. Desde entonces las desgracias se habían seguido hasta quedar la familia atrapada en el miedo,  la vergüenza y la culpabilidad por el fracaso. Costó trabajo hacer reaccionar al marido. Sólo cuando logramos paralizar el proceso de embargo y se plantearon los recursos, empezó a comprender que merecía bien la ayuda para superar su desgracia.

            Cuando llegué a ese punto, pregunté cuanto de imprevisión, de pereza o de sopa boba había en este caso. Luego mencioné los más de 40.000 millones de euros del dinero público en el rescate bancario. Después llegamos a la burbuja inmobiliaria y el papel que habían jugado los bancos. A dichas empresas, con tantos economistas y directivos tan bien retribuidos,  nadie les viene a acusar ni en estas elecciones ni desde estalló la crisis de imprevisión. Les pregunté si sabían algo de lo que era la dación en pago o las claúslas suelo. Se callaban y bajaban la cabeza. Yo también sentía vergüenza. La mía era vergüenza ajena y me callé. No quise seguir preguntando qué les parecía la foto del señor ministro del Interior recibiendo en su despacho oficial al señor Rato, persona acusada de numerosos delitos económicos.

            Ahora, con el paso de los días, espero que a alguien sirva aquella conversación. Por mucho miedo que se sienta a perder esa- cada día más efímera e incierta- seguridad de clase media, o por la promesa de una pequeña ventaja, no merece la pena. No merece la pena, y es una canallada, seguir acusando al pobre de su desgracia.  Si alguna responsabilidad tiene, es la de ser cómplice.