Ahora que están de moda las “Sicav”, esos fondos de inversión donde los impuestos son mínimos y los beneficios altos, les voy a hacer a Vds. una propuesta inusual, que a fuer de ser utópica, podría parecer irrealizable: ¿Por qué no crear una Sicav de ternuras para que quienes quieran, hagan la inversión de sus afectos en ella?

El que está en guerra consigo mismo, olvida la muestra de los afectos de los demás, dice Shakespeare. Y suele ocurrir que las personas así, al desaparecer sus afectos, le surge desprecio, odio hacia la otra persona. Entonces una persona con desapegos y desafectos vive la agonía de la soledad, convertida en la antesala de lo inevitable, porque ahí es donde algunos, que desprecian a los demás, porque no se aceptan tampoco a sí mismos, sienten esa soledad más absoluta.

Le preguntaron al Maestro si creía en la suerte y el maestro respondió: Claro que sí, dijo sonriendo irónicamente, porque de lo contrario…¿Cómo puede explicarse el éxito de aquellas personas que no le agradan a uno? Y prosiguió el Maestro:
Un hombre fue a visitar una población para él desconocida… Lo primero que se encontró, fue un campo verde, un césped cuidado con esmero, una delicia para la vista. Hasta que penetrando en ese campo, empezó a ver lápidas de fallecidos. El pensó…¡Me he metido en un cementerio sin saberlo! Y para su incredulidad, empezó a leer las lápidas en las que estaba grabado el tiempo en la Tierra de cada persona… hasta ahí normal. Así comenzó a ver para su asombro que esas lápidas ponían: “Fulano. Vivió cinco años, tres meses y siete días” Otra lápida decía: “Mengano. Vivió tres años, once meses y tres días” y así todas y cada una de ellas. Se dio cuenta que todas eran lápidas de niños… eso pensó él. Absorto y destrozado vio que estaba en un cementerio de niños. Hundido, se sentó en un banco y empezó a llorar. Completamente abstraído no se dio cuenta que un hombre se le acercó por la espalda y que al verlo tan desconsolado le preguntó sobre si su llanto era porque tenía allí algún familiar. Contestó que no, que lloraba porque veía que era un cementerio sólo de niños. El recién llegado le dijo: Tranquilo hombre. Este no es un cementerio de niños, sino que tenemos la costumbre de poner en cada lápida el tiempo que cada persona fue feliz durante su vida porque cultivó sus afectos… Algunos que hay aquí, han llegado a morir a los cien años de vida física. Es cierto, porque cuando el cuerpo perece, ya no hay vida y por eso tenemos la errónea convicción de que mantener el cuerpo con vida es lo mismo que existir. El tener una dilatada vida, no supone alargar nuestra existencia, porque vivir es algo inconsciente y existir es un acto plenamente consciente en el que se saborea cada instante de esa existencia. Vivimos pendientes del reloj de nuestra vida, pero sólo la vida llena y colmada de afectos hacia los demás justifica y da el auténtico valor a nuestra existencia… y entonces ya no hace falta el reloj.
Siempre nos devora la prisa y nos vendría bien a veces, hacer un alto en el camino y darnos cuenta de que no hay que correr, de que es conveniente ir despacio, porque donde tenemos que llegar, es a nosotros mismos. Me he encontrado con gente que habla de la humanidad, de la justicia, retórica, retórica, pero son incapaces de soportar a quienes tiene a su lado, porque desconocen la palabra afecto. Hay mucha gente así.

Doy muchas vueltas a aquello que se cuenta de Diógenes, cuando por las calles y siendo de día, iba con una lámpara encendida. Le preguntaban el porqué de la lámpara encendida, qué cosa buscaba; y el respondía: “Busco al Hombre” (buscaba la bondad, la autenticidad, la honestidad, integridad.

Desde luego es aleccionador aquello de Diógenes porque quizá, busquemos la Verdad fuera, cuando la tenemos dentro de nosotros, conviviendo a veces con nosotros como una extraña, porque esa Verdad que nace desde la exigencia de la propia conciencia, a veces no la soportamos, porque nos da miedo a cambiar pautas y conductas de vida. Este humilde escribidor busca, vaya que si busca, y muchas veces, demasiadas, creo falsamente que me va bien ignorando mi conciencia, porque acaso me dé miedo encontrarme conmigo mismo. Aunque para mí el miedo nace de la falta de afecto a los demás, porque este miedo, muchas veces no está en las demás personas ni en las cosas, sino en la manera que tenemos de ver a esas personas, a esas cosas.