Sin duda se trata de una de las emociones más universales que puede experimentar el ser humano. Hay expertos que opinan que en algunas culturas y en algunas naciones es más frecuente que en otras. A nivel popular, si hiciéramos una encuesta a pie de calle, muchos de nosotros consideraríamos que en nuestro país en general y en nuestra querida Andalucía en particular, la envidia se ha convertido casi en deporte nacional.

Recordemos la historia de un genio todopoderoso que se le apareció a un individuo y le dijo: Pídeme lo que quieras, pero ten en cuenta que de lo que me solicites le daré a tu vecino el doble. El individuo, tras una pausa, contestó: Que me quede tuerto.

El diccionario de la RAE nos dice que envidia es “tristeza o pesar del bien ajeno”. Parece ser que la envidia, como emoción humana tiene un fundamento biológico, por lo que podría venir impresa en nuestros genes para que consigamos sobrevivir a costa de poseer los medios vitales de la naturaleza, de otras tribus o de otras sociedades. Pero, no es menos cierto que, gracias al intelecto y al desarrollo de la solidaridad entre las diferentes culturas, este efecto destructivo para el perdedor se puede canalizar en algo positivo a través de la cooperación y, sumando fuerzas, obtener un nuevo producto más ventajoso para ambas culturas, sociedades o individuos.

Un ejemplo reciente de envidia lo hallamos en el gesto de Carolina Bescansa, diputada en esta nueva legislatura que el día de la inauguración de la misma llevó a su bebé y lo amamantó en el mismo Congreso. Lejos de hacer un análisis político, pues nos llevaría a la conclusión de que los y las afines a Podemos en particular y a la izquierda en general lo habrán visto con buenos ojos y los y las situados en la derecha muy mal, nos centraremos en las reacciones emocionales humanas causadas por la acción de la diputada.

Para algunos y, sobre todo algunas, no estuvo bien, incluso les molestó, argumentando que el resto de madres, con otras profesiones, no pueden hacer lo mismo por las características de su empleo o de la empresa en el que lo desempeñan (envidia). Algunas prohibirían la acción, con duras penas incluidas para la señora Bescansa, si pudieran (envidia) aduciendo “si yo estoy mal o jodido (perdonen la expresión) pues, que todos los demás lo estén también”.

Otras personas dirían, por contra, lejos de imperar el dicho anterior, que deberíamos tender a tener todos y todas iguales o parecidas ventajas en nuestros trabajos. Primero, poder hacerlo in situ, pero si resulta imposible amamantar al bebé en la empresa, disponer de un periodo de tiempo pagado para poder criar con naturalidad a los hijos y que esto no suponga el despido de la madre (o del padre), como ocurre en los países nórdicos. En esta argumentación impera la solidaridad, se deja de un lado la envidia y se argumenta la igualdad a la alta, no a la baja.

Una sociedad que quiera avanzar en el bienestar de la mayoría de sus miembros y no en el beneficio de unos pocos, llámense dirigentes económicos, políticos o de otra índole, debería replantearse si la envidia de sus ciudadanos es la mejor manera para evolucionar.

Otro ejemplo muy común relacionado es el tema de las vacaciones estivales de los docentes. Dos meses de vacaciones (y no tres o cuatro, como algunas mentes indocumentadas aducen) son los que disponen la mayoría de los profesionales de la enseñanza, que no todos. Es difícil encontrar a alguna persona que no se dedique al tema que preconice la igualdad a la alta, es decir que aspire a que en nuestra sociedad sean todos los trabajadores, del gremio que sea, quienes dispongan de dos meses de merecido descanso; se prefiere si uno está fastidiado, que todos lo estén y los docentes sólo tengan un mes de vacaciones (envidia). Prefieren, en definitiva, que todos estemos tuertos, o peor, ciegos.

Esto merece al menos una reflexión; pero, para reflexionar hay que pensar y para pensar utilizar el intelecto y dejar a un lado los impulsos biológicos de la envidia.