Podríamos llamarlo Ramón, y era una persona más rota que indignada. Pese a que a lo largo de su  medio siglo de existencia siempre mostró su rebeldía de currante, en los últimos años huía, con el todos son iguales, de pronunciarse como solía. Hoy, escuchando el maravilloso panorama que  pregonaba el presidente Rajoy, salió del vamos tirando para gritar al canalla plasma del político su amarga situación laboral y el negro futuro para su familia. Trás el cúmulo de improperios junto a palabras inconexas, ya algo más sereno me explicó su malestar con todo detalle.

            Hace unos años había entrado a trabajar en una ETT (empresa de trabajo temporal) cobrando el sueldo mínimo para realizar el trabajo en un centro público que antes realizaba alguien según convenio. Ésa es la cruda realidad de los recortes que en la jerga laboral se conoce como externalización. Ello quiere decir, para que lo entendamos, que la empresa, en este caso el estado, se desentiende de las responsabilidades contraídas como patrono con unos trabajadores para dejaralas en manos de una dichosa ETT. Junto a la rebaja salarial venía la máxima precariedad. Pese a que la suya es una tarea estable, se recoge en contratos temporales que pueden extinguirse en cualquier momento y con la mínima indemnización.

            A medida que entraba en el proceloso mundo de ese ingenioso invento para esclavizar el trabajo, la calma de Ramón desaparecía de nuevo. Tras fumarse un cigarrillo, pudo retomar el hilo de su historia. Resulta que cada cierto tiempo la administración saca a supuesto concurso las tareas externalizadas para que las distintas ETTs presenten su oferta de condiciones. Cuando se ha resuelto  el proceso burocrático de aparente rigor legal, la plantilla se entera de que ha cambiado la empresa.

Entonces el nuevo titular reune al personal para explicar que, en virtud del compromiso contraido con la administración para mantenerles los puestos de trabajo, les ofrece el nuevo contrato, que casi siempre se revisa a la baja, para que lo firmen sin rechistar. De poco valdrán las intentonas de revisar las promesas o/e incumplimientos de la empresa o empresas anteriores. Aprovechando que hay muchas personas en la calle tratando de ocupar tan privilegiado empleo, el dirigente empresarial, que previamente ha logrado romper la unidad  del colectivo, presente contrato como lentejas. Tras su intervención, van firmando una tras otra las personas más afines a la empresa. Luego les siguen quienes no quieren poner en riesgo el miserable sustento familiar. Al final, al ir quedándose en lamentable minoría, quienes habían planteado las reivindicaciones se tragan su orgullo y acaban firmando también.

            Perdida esta batalla, luego aparece la posibilidad de los sindicatos. El aesoramiento, que tales  organizaciones otrora históricas de acción colectiva, es la posibilidad de la denuncia individual. En el camino han quedado las opciones de lucha  o movilización burocrática o mediática  ante tal estado de la situación laboral y las perspectivas que se vislumbran para las generaciones que sigan.

            Un nuevo corte emotivo exige otro cigarrillo. Retomada la calma, Ramón relaciona su preocupación con el porvenir de su hija. Elena es una estudiante que trata de acabar sus estudios universitarios a los que ha llegado quedando en el camino el magro patrimonio familiar para completar las insuficientes, inseguras y decrecientes becas. Ha tratado de trabajar a temporadas y cuando lo ha conseguido de manera aun más precaria que el padre. Tan es así que a sus veinticuatro años apenas reune cuatro meses de cotización.

            Porque ésa es otra-exclama Ramón mientras busca en unas carpetas unos documentos- la de la vida laboral en estas maravillosas empresas temporales y la que les espera a estas criaturas para soñar con imposibles pensiones de jubilación al final de  este panorama. Al encontrar el documento buscado, lee con sarcasmo : Vida laboral de don Ramón M. L. desde el 15 de Septiembre de 2.007 hasta el 20 de Junio de 2.014, cotizaciones reconocidas: tres años,  seis meses y catorce días con el salario mínimo.

            No tuvimos que decir más. Quedaban claras sus evasivas del último tiempo con la quemazón personal, la pena por la falta de rebeldía de su cariñosa hija, y el más negro porvenir de mis nietos. Todo lo resumíamos con la repetida frase de Después de tanta lucha por el estado del medioestar, la gente trabajadora volverá al siglo XIX para reinventar viejas y firmes solidaridades.