En el bravoso mar de la vida, que a veces golpea contra todo pronóstico en las simas del alma, y otras acaricia suavemente un recuerdo, hay esquinas que no debemos girar, ni siquiera para asegurarnos de quién puede esperarnos tras la sombra.
Existen viejos amigos que se aliaron con tu mejor amiga, aquellos viejos maestros convertidos en sabandijas de la corrupción, e incluso novias que perdieron el título en una noche loca junto a la Music-Box tras atragantarse de heavy metal y de tequila, mientras tus boleros en forma de súplica, no tenían ni la más mínima oportunidad de oírse en 100 kilómetros a la redonda. También es posible que un antiguo jefe ande rondando alguna esquina, suplicando a todos los santos porqué no tuvo más paciencia con ese trabajador afable que sólo quería aprender y aportar su pequeño granito de arena.
Lo que ocurre en este mar, inhóspito a veces, sereno en otras ocasiones, es que siempre puedes encontrarte con sorpresas. En el real y tangible, hay días que atunes de 150 kg otorgan notoriedad y premios al que lo calza. Y en otras ocasiones, los tsunamis golpean en la conciencia de los desilustrados políticos, ingenieros y arquitectos que construyen sin memoria colectiva, y sin atisbo de dejar un m2 de superficie sin cementar, como bien indicó en su día mi admirado Arturo Pérez-Reverte.
Pero en la línea recta – a veces con muchas curvas que afrontar – de nuestra vida, la estela que vamos dejando en dicho mar vivido, nos obliga a doblar gustosos esos puntos de inflexión que vienen a aportar la espuma: los amigos fieles, las esposas más fieles aún, los compañeros de trabajo que quisieras frecuentar después de las campanadas, los profesores que edulcoran tu alma, y siguen comprometiéndote intelectualmente, porque un día cierto comentario te hizo removerte en tus entretelas y sacar lo mejor de tí, mientras que la familia suaviza la tirantez de la esquina, te acomoda tu espíritu y te acerca a la esperanza y al amor, para que te agarres a ellos y puedas avanzar sin riesgos, sin icebergs que evitar, y sobre todo, con la convicción de que la estela de ese buque, debe de ser tan limpia como inocente es la mirada de un niño, tan honesta como lo es la sonrisa de un anciano cuando recibe su medicamento en forma de abrazo sentido, y debe de ser lo más sincera posible, como un beso entregado sin esperar nada a cambio.
En ese mar, el mejor capitán no tiene barco, y el mejor amarre seguirá siendo tu familia, seguirá siendo tu acompañante, seguirá siendo tu aventurera esposa, seguirán siendo tus amorosos hijos, seguirá siendo ese amigo que nunca falla, en definitiva, ese amarre serán aquellos a los que un día, enseñándoles tus brazos les dirías: «aquí tienes mis brazos, y los tendrás siempre, para lo que necesites».
Porque para ésos, precisamente, para esos amarres, este mar no tiene esquinas.
(En el Día Internacional de la Palabra, mis palabras van dedicadas a aquellos que día tras día, a pesar de todas las contrariedades en el agreste mar de la vida, siguen mostrando su brazos a los peces que quiere).