Gonzalo estaba impaciente. Se movía todo el rato. En la ducha, mientras su madre lo enjabonaba, contaba con los dedos de su inocente mano los juguetes que disponía para someterse a su ritual de juego y jabón diario. Después del aclarado, los iba colocando minuciosamente en la estantería de piedra junto a la bañera, una vez despojados de toda suciedad y de toda malicia. Se despedía de ellos hasta el próximo día con un «hasta mañana».
A la hora del desayuno, mientras veía los dibujos animados en el televisor, se había aprovisionado de unos cuantos elefantes, gorilas, caballos y rinocerontes para que lo custodiaran mientras las galletas, la leche y el zumo iban hidratando al pequeño Gonzalo.
Su madre lo vistió de forma primorosa con pantalón chino beige, camisa mao a rayas azules y beig y rebeca de algodón. Hoy tocaba visitar a papá. Era su día. Y sentado en su silla del coche familiar, iba cantando canciones de los cantajuegos, sabiendo todas las letras, y entonando perfectamente. A la puerta del cementerio, una comitiva detuvo a madre e hijo. El pequeño ataúd blanco provocaba el llanto perpetuo y constante de todos los familiares, congregados en torno a esa inocente alma que yacía encima de hombros incrédulos de cómo la enfermedad puede sesgar una vida sin pestañear.
Después de que todos entraran al camposanto, la madre se dirigió hacia la tumba de Alberto, su Alberto. Dos años atrás, un camión perdió el control y embistió el coche de su marido provocándole un traumatismo craneoencefálico que apagó su vida, después de dos intervenciones y tras tres días en coma. Enfrente del amor de su vida, su hijo jugaba con un perro que correteaba junto a él, ajeno al dolor de una madre que aún se preguntaba por qué. Una vez que arregló la tumba de mármol impoluto, y la limpió de toda hojarasca, Ángela reparó en que la tumba de al lado era de un niño de 2 años, la misma edad a la que Gonzalo perdió a su padre. Y notó que estaba desaliñada. Cubierta de ramas y hojas, el moho ya había comenzado a roer las esquinas. John Arlington (1978-1980). We love you forever se podía leer en la lápida.
Al terminar de limpiar la lápida y mientras Gonzalo miraba atentamente a su madre, éste le preguntaba quién se encontraba allí, y su madre – improvisando una historia – le dijo que era un niño pequeñito que se encontraba muy enfermo y que otro día le contaría toda la historia. Y haciendo un gesto rápido sacó un perrito de peluche que llevaba en el bolso grande, y le preguntó a Gonzalo si le parecía bien que se lo regalaran a John, para que le hiciera compañía. El noble y doble gesto de afirmación del hijo con la cabeza permitió a John disponer de un guardián de su alma.
El día siguiente, domingo, mientras que paseaban por el parque, Ángela le contó a su hijo que John era hijo de un americano, militar naval que aterrizó en España, viudo, puesto que justo después de dar a luz, su madre sufrió una infección que acabó con su vida. El gran militar condecorado, no tuvo tiempo de reponerse cuando se contagió de una enfermedad mortal, y tuvo que entregar a su hijo a un orfanato local. Durante los dos años siguientes fue la luz que iluminó las 4 paredes de dicho hospicio, dotó de tanta luz al centro, que el día que murió de muerte súbita, las puertas se cerraron para siempre, y no compraron más juguetes para más niños. John fue la última alma que recibió el último juguete. El dolor por la terrible pérdida era tan grande que las hermanas sellaron su alma con el recuerdo permanente.
Ésto le contó el enterrador municipal del cementerio de Rota a Ángela, quién desde entonces, con su hijo Gonzalo no dejó de visitar a John, de regalarle peluches, de cantarle música, de convivir con su alma viajera, que se fue en busca de una madre y de un padre enamorados, que lo esperaban con los brazos abiertos en la vida eterna.
RIP.
Me ha emocionado mucho este relato , espero que sigas plasmando esa sensibilidad en la escritura . Alicia .
Realmente conmovedor, Juan José.