Prosiguiendo con mi reconocimiento lento y silencioso y obedeciendo a un impulso inconsciente, dejé para el final su cara. Me acerqué primero por su lado izquierdo, reparé en el rictus sonriente de su boca refrendada por un hoyuelo en la mejilla y unos ojos nobles y serenos, no vacuos como los de otras estatuas. Le acaricié devolviéndole la sonrisa en un impulso espontáneo, sintiendo la vieja emoción en la que tanto me reconozco cada vez que toco una piedra a modo de saludo al pasado o brindis al sol. Inadvertidamente y completando el rito de conocer todos los ángulos de esa expresión distendida, fui rodeando lentamente su cabeza, tocada con el casco casi hasta las cejas y me dispuse a enfrentarme al otro lado de la cara, al lado derecho,  para renovar las sonrisa.

No podrían imaginarse lo que vi. ¡Qué descubrimiento! ¡Qué sorpresa! ¡Qué genialidad! ¡Qué impresión…! ¿Saben que no tiene la misma expresión? ¿Saben que un lado y otro de la cara son diferentes? Nunca lo había oído, Alfonso no lo había percibido, ignoro siquiera que lo sepan más que unas pocas personas, no me han hecho mucho caso, no se fijan en la cara del minero… pero no  importa, yo estaba emocionada, no me lo esperaba y volvía a observar, una y otra vez, uno y otro lado. Y observé que en el lado derecho de la boca, la mueca era amarga, la mejilla casi plana y la mirada vacía de mensaje. Entonces de nuevo empecé a comparar ambos lados y, efectivamente, sí: los dos lados de la cara no eran iguales y esta circunstancia abría un amplio significado o entendimiento entre el creador y Linares del que podría tal vez participar como en una simbiosis humilde y agradecida.

Mientras, mi amigo Alfonso, ajeno a mis cavilaciones y estremecimientos de placer estético, se esforzaba en explicarme de cuantas clases distintas de materiales estaba hecha la cara, de la humedad que se había infiltrado provocando grietas, la facilidad con que se puede romper, la minuciosidad con que había que limpiarlo una vez que estuviera todo ensamblado y, también, cómo no, la realidad pura de las incógnitas lógicas que no se olvidan de la realidad que pisan: ¿tardará mucho en colocarse en su sitio una vez terminado? ¿Estará terminada su rotonda, apenas iniciada, que vegeta en un estado de lamentable abandono? ¿Qué se piensa hacer? ¡Ah! Preguntas que iba desgranado el restaurador, ajeno a mis propias conjeturas, porque yo permanecía impresionada por el descubrimiento de las dos partes de un mismo rostro, tratando de escudriñar la intención del creador, intentando descifrar el significado último que quiso transmitirnos, o, si no lo hubiera, inventarme ese guiño, porque era real lo que estaba viendo.

La doble faz del ser humano o del trabajo que desempeña, el amor y el dolor, la presencia y la ausencia, la duplicidad de fidelidades, la realidad y la esperanza, la sed de inmortalidad o cualquier humano e infinito dualismo, pueden obedecer a esa forma de tener partido el corazón que asoma al rostro. También la doble moral o las luces y las sombras del pasado y presente de nuestra querida ciudad. Y todo ¡qué curioso! radica en ese insólito hoyuelo en la mejilla izquierda, en ese gesto humano de la estatua. Ese hoyuelo es para mí lo destacable y significativo, esa es la vida de la piedra, ese es el guiño que quiso hacer a los linarenses, o a él mismo, ese genio de la escultura que fue Víctor de los Ríos.

Permítanme que el orgullo me invada al poder decir que nuestra estatua paradigmática la creó un cántabro y un linarense la va a restaurar para todos, porque es nuestra. Tal vez sorprenda este posesivo en ustedes, en mí, evidentemente, no. Yo sólo soy quien ha querido evidenciar la magia del dualismo, ese hermoso complemento que nos ha recordado nuestro minero que reposa y espera hasta ver si somos capaces de mantener ese guiño que deja abierta la puerta a la esperanza mientras suena la taranta, un cante que me espera para ser sentido en otro recodo de la voz rota que dice…

Una taranta se aleja                                                     No está dormido, que sueña

En el cielo de septiembre.                                          Unas manos que lo salven.

Una taranta se aleja.                                                    No está dormido, que sueña.

Un lamento hecho minero                                         No está dormido, que ruega

Duerme en soledad su queja                                    a su pueblo que lo ensalce.

¡Que no está muerto, Linares!

Y en su rostro está la clave