“In illo tempore” como empezaban las traducciones de aquel latín de grato recuerdo, Dios creó el mundo y puesto que existía la Tierra, lo más perfecto hasta entonces, decidió hacer un ser humano parecido a ella: generosa, productiva, agradecida, imprescindible. Intemporal. Y creó a la mujer. Para hacerlo más ameno concluiré diciendo que la tierra era mujer, como casi estoy tentada a creer que Dios es mujer, al menos parte. Lo perfecto tiene que ser así. Bueno pues cuando Dios, que la había hecho a su imagen y semejanza, pensó que necesitaba un ser complementario, creó al hombre, el portador de la semilla para que  germinase. Y no hubo costilla ni serpiente ni nada, simplemente les deseó suerte y los lanzó a la conquista de la naturaleza que había puesto a su disposición. Ambos, hombre y mujer los creó y ambos, complementarios y armoniosos, emprendieron el camino. Ambos juntos, ambos sintiendo fascinación mutua, ambos agradecidos al calor que les acompañaba.

Todo fue bien mientras compartían trabajos, mientras la tierra daba sus frutos y les bastaba, siendo nómadas o sedentarios, mientras las mujeres parían y organizaban el sustento que los hombres recogían. Se diría que había un matriarcado en el que nadie se sentía dominado, cada cual su función concreta y su libertad abstracta. Igual pasa en las colmenas que los zánganos cumplen su función y las obreras el suyo, al igual que en las comunidades de animales en los que cada uno sabe estar en su sitio, hasta los gorilas… Y no pasa nada. Todo iba así hasta que llegó el descubrimiento del metal, los trueques, las armas, la fuerza… el poder. La Edad del Hierro. Ahí se empezaron a hacer los pueblos amurallados, el acopio de alimentos, el sentido de la propiedad y claro, la subordinación de las mujeres. Ya estorbaban. Entonces se inventaron lo de la costilla y se acabó la fascinación por esa prerrogativa de tener hijos, porque nadie viene al mundo si no es a través de una mujer, nadie. Sin ella no hay nada, un onanismo infructuoso. Y esa fascinación de lo hondo de la cueva, para algunos, se convirtió en envidia, en rencor, en algo que había que dominar. Y surgió  el patriarcado, que hasta suena mal, el engaño más flagrante y vergonzoso de toda la historia.

La vida de los animales ha sido siempre igual, no ha cambiado, no conozco casos en que los animales maltraten a sus hembras, es más, diseñan sus ceremonias amatorias y pastan juntos con  tranquilidad, a su aire, por las selvas o las sabanas. Pero el animal racional, que se llama así porque tiene inteligencia para poder vivir un poco más elevadamente, no sé yo, se dio cuenta de que en la fuerza está todo, de que en la fuerza está el poder y de que el poder está en unos atributos ofensivos. Y puesto que si alguien no sobra es la mujer, si alguien opone opiniones y libertades, había que dominarla. Y así fue pasando la historia, desde los griegos que despreciaban a las mujeres pero les ponían sus cualidades a las diosas de mármol, desde los romanos que al menos reconocían a la mater familias y las veneraban, desde los caballeros que en sus justas defendían el honor de las mujeres. Hasta que hemos llegado a la modernidad, porque ahora ¿Quién defiende a las mujeres? ¿Quién las honra y las respeta? ¿Quién las contempla como algo a venerar? ¿Quién, simplemente, las ve como un ser humano con pleno derecho a vivir? Eso se ha perdido.

Desgraciadamente he tenido que escribir sobre esto de todas las maneras para no hacerme pesada, pero lo que no voy a hacer es dejar de repetirme diciendo que es vergonzoso, inhumano, infrahumano, doloroso y muchos calificativos más la matanza de mujeres por serlo. Y en España, que no oigo tanto de otros países de parecida civilización. Es ya de alarma social y las mujeres ya no sabemos qué hacer para evitarlo, golpean en nuestra cabeza frases como estas: “Eres una mujer, mía que lo sepas, y te puedo matar, te puedo violar, te puedo despreciar, puedo hacer contigo lo que me dé la gana, tengo fuerza, no me va a pasar nada, el hogar me protege, y después de ti hay muchas en las que descargar mi impotencia por ser menos que tú, hay muchas a las que hacerle la vida imposible hasta que se den cuenta de que soy un cobarde. No puedo soportar que me veas como un cobarde. No puedo soportar que seas más que yo. No puedo soportar que no me obedezcas. No espero a tu muerte, te asesino,  te ha llegado la hora. Yo tengo poder sobre ti.” De verdad que no lo entiendo.

Una niña ha sido violada por cinco cafres, 35 mujeres han sido asesinadas en lo que va de año, todos son la punta del iceberg de muchos más que cuentan con la impunidad de unas babosas y blandas declaraciones de representantes públicos y una indiferencia insoportable de las gentes privadas. La responsabilidad se le achaca siempre a la mujer, otro gallo cantaría si se desposeyera a algunos de su arma predilecta. A ninguno, hombre o mujer, se nos creó para morir por serlo. ¿Qué sabrán estos agresores asesinos  lo que es una mujer? Esos valores son también lo que matan.

Y van y nos dicen que las mujeres llevemos un silbato para pedir ayuda, que cerremos las cortinas, que no nos pongamos provocativas. (¡Aggg!). ¿Y a los hombres, qué? Pero puestos a proponer ideas, digamos, que a los cabestros se les ponen unas campanas bien grandes y sonoras para que nos apartemos. Podría ser ¿no? Y las mujeres ya diríamos dónde.