Cuenta una leyenda que allá por el año 1.284 las ratas habían invadido un pueblo de Alemania llamado Hamelín. Tal era el problema, que la noticia llegó hasta los confines del reino y de pronto apareció un desconocido ofreciéndose a eliminarlas a cambio de una recompensa. Los mandamases del pueblo aceptaron y el desconocido, tocando con su flauta una extraña melodía, se fue llevando a todas las ratas hasta que se ahogaron en el río Wesser. El flautista, una vez cumplida su misión volvió al pueblo a que le pagaran su trabajo pero los aldeanos no cumplieron su palabra.

¿Estáis contentos de que desaparecieran todas las ratas…? Sííííí. ¿Hizo bien el flautista? Síííí. ¿Cumplieron su palabra los que mandaban en el pueblo? Noooooo. ¿Eso está bien…? Nooooo. ¿Tenían que haberle pagado su trabajo…? Sííííí.

Bueno pues el flautista se enfadó mucho, mucho y un día, cuando todo el pueblo estaba en la iglesia, volvió a tocar la flauta. Y tooodos los niños y niñas le siguieron contentos, hasta que entraron en una cueva. Cuando todos estaban dentro, el flautista dejó de tocar y la cueva se cerró. Todo fue silencio. Los niños y niñas desaparecieron para siempre. ¿Nunca salieron…? Nunca. ¡Qué miedo! ¿Por qué desaparecieron si ellos no tenían la culpa?

Muchas veces he recurrido a este cuento de los hermanos Grimm cuando empezaba o terminaba el curso. El flaustista siempre encarnaba para mí el maestro y la maestra que recogía o despedía a los niños y niñas y los llevaba a un espacio nada tenebroso, muy al contrario, a un espacio alegre y comunicativo, donde se aprendía, se jugaba, se compartía y se tomaba conciencia de la otra familia: la escuela.

Hoy en día, estando como están las cosas y principalmente adónde nos han llevado los enfrentamientos, recortes, prohibiciones y demás, yo escribiría otro cuento diferente aunque mantendría dos puntos en común: los mandamases no cumplen lo que prometen y los niños y niñas no tienen la culpa de nada, dos premisas que por lo visto se repiten desde que el mundo es mundo. Lo demás, enseñar y aprender, siempre ha permanecido a pesar de críticas y malas intenciones. Y mira si han pasado años.

Hoy se celebra en todos los centros educativos la fiesta fin de curso. Esta fiesta de despedida siempre ha sido una exaltación de la convivencia, una mirada atrás para reconocernos diferentes, con más aprendizajes, con más vivencias, con más identificación, incluso con más orgullo y satisfacción por haber culminado otra etapa evolutiva de todos quienes componen una comunidad educativa viva.

Sin embargo las circunstancias, como he dicho anteriormente, en las que está la educación, los dirigismos, las normativas estúpidas, el papeleo, todo menos reflexionar ante la tranquilidad de haber acompañado otro tramo más a los niños y niñas, me hace temer que las fiestas fin de curso vayan pasando a ser vestigios olvidados en próximos cursos. Se celebrarán, claro, algo termina para que empiece de nuevo, pero la alegría compartida, el tomar posesión del colegio desde fuera, el cultivo de la amistad al margen de un programa encorsetado, el diálogo reparador… eso puede quedar encerrado para siempre. Y no va a haber flautista que lo libere porque los mandamases no han cumplido. Y ellos, los niños y niñas no habrán tenido la culpa.

De todas formas y por si no hay más ocasión, felicito al flautista y a los niños, que son los únicos que se salvan. Felicito a todos los colegios en su fiesta, principalmente al mío, por si es el último año que nos juntamos en una velada de encuentros y reencuentros, de pasados y presentes, de compartir la certeza de que la vida sigue y que hay cosas que siempre permanecen. En ese día te das cuenta de que el paisaje externo puede haber cambiado pero que lo profundo, lo que se ha transmitido día a día, se ha instalado definitivamente en las mentes y los corazones de todas las leyendas donde haya flautistas e infantes no contaminados.

Fin de Curso - Foto: Luis Fornero (Licencia Creative Commons 2.0)

Fin de Curso – Foto: Luis Fornero (Licencia Creative Commons 2.0)