Cae con enorme fuerza la lluvia en esta desabrida tarde de un día de marzo, ya perfilándose abril. Miro a través de la ventana y observo el discurrir de las gotas de agua en la transparencia del cristal, con un camino serpenteante y un rumbo incierto. Veo cómo con el calor humano se empaña el vidrio, dificultando la visión del jardín de mi casa, que ya es un vergel de manos de la madre naturaleza. Son buenos momentos para la reflexión en la penumbra.

La luz apagada, que me obliga a dirigir la mirada al exterior, atrapando en mi retina la poca claridad que queda al día, en un ocaso sin atisbos de cambio en los amaneceres siguientes.
No me gusta la soledad cuando me siento bajo de ánimo. Soy una persona que busca la continua relación con los demás, porque a veces, la mirada del otro me reconforta. Pero esa tarde, no me hubiera importado estar radicalmente solo, porque a veces es una necesidad imperiosa sentarte frente a tu conciencia. Nuestras vidas tienen un camino similar al discurrir del agua en el cristal, tortuoso, sinuoso, aunque a diferencia de la gota de agua, estamos obligados a saber o intuir cual es nuestro punto de llegada, para que estas vidas nuestras cobren sentido. Pensé que quien busca en su interior halla, pero a veces los senderos de la búsqueda son complicados de transitar, porque en nuestra apariencia externa, en nuestros mostradores y escaparates al público, tenemos todo tipo de artículos que vender, pero poco en la alacena de nuestro corazón, porque no hemos sabido cultivar nuestros afectos, nuestros sentimientos.

Nos da miedo y avergüenza ser fieles a la conciencia, que nunca engaña… Pero si ahondamos un poco más en el hontanar de nuestro ser, podremos estar seguros de ese hermoso oasis que cada uno encerramos en nuestro interior, del que podemos beber paz y autenticidad, llegando a poder decir como San Juan de la Cruz: “Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados, formases de repente el rostro del Amado, que tengo en mis entrañas dibujado”.

Hoy, ser espiritual, educar en la espiritualidad, tener un sentido que transciende la pura existencia, no está de moda, es más, a muchos les avergüenza. Y bien podríamos preocuparnos y ocuparnos de que nuestros hijos lo tuvieran, porque es la mejor, la única y auténtica herencia que podemos dejarles para que se desarrollen en plenitud. No hablo exclusivamente de religión cuando aludo a la espiritualidad, que también y que ciertamente se complementan. Porque hay agnósticos, con un sentido espiritual que muchos de los que nos llamamos cristianos, quisiéramos para nosotros. Hablo de llenar los silos de la conciencia en nosotros mismos para después poder ser ejemplo para nuestros hijos. Sólo así, podremos salvar este podrido mundo que entre todos hemos fabricado. Nos “ganamos” la vida y existimos sin saber ser felices. Vivimos en un mundo en el que cada vez, gastamos más, pero disfrutamos menos, porque hemos traicionado a nuestra escala de valores que es lo que nos debería definir como seres humanos. Observo casas muy grandes, llenas de gente, pero no encuentro a las personas, a las familias en esas casas.

Hemos olvidado decir te quiero; ya casi hemos arrinconado el significado de la palabra lealtad, fidelidad, tolerancia, “com-pasión” (estar junto al sufrimiento del otro) No sabemos mirar a los ojos de la otra persona cuando le hablamos. Tenemos siempre tanta prisa que solamente hablamos sin saber escuchar y sobre todo nos vamos convirtiendo cada vez más en seres intolerantes y prepotentes, creyéndonos poseedores de la verdad absoluta, sin empatizar con el otro, sin alteridad ni compromiso.

A lo único que tengo miedo en esta vida es a no ser consecuente conmigo mismo. Fiel a mí mismo, honrado conmigo mismo, porque si no lo soy, poco puedo ofrecer a quienes me rodean. Es hermoso dar, amar, pero hay que dejar su “espacio” a la otra persona, a las otras personas para que también se desarrollen en plenitud.

Días de lluvia - Foto: Jordi Casasempere

Días de lluvia – Foto: Jordi Casasempere