El veinticuatro de marzo, se han cumplido 33 años de la muerte de monseñor Oscar Arnulfo Romero en el Salvador. Este arzobispo, paladín de la lucha contra la injusticia y la opresión del pueblo salvadoreño, defensor a ultranza de los desposeídos, era abatido de un certero tiro en el corazón, con una bala explosiva, mientras oficiaba misa. Un día antes, el 23 de marzo, decía en su homilía: “En nombre de Dios pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo, cada vez más tumultuoso, les suplico, les ruego, ¡ les ordeno!; en nombre de Dios, ¡ cese la represión!

Estas últimas palabras, constituyeron su sentencia de muerte. El capitalismo inhumano y desgarrador, la oligarquía financiera salvadoreña, fiel can de su supremo dueño norteamericano, no podía permitir más la intromisión de un “obispucho”, decidiendo quitarle de en medio, para que su voz, no siguiese alimentando a los sin voz. Estos hombres y mujeres sin voz, que tenían en monseñor Romero, su baluarte en la defensa de sus más elementales derechos, perdían los poquísimos que les quedaban, este sombrío y aciago día 24 de marzo.

Éste era un obispo del pueblo y para el pueblo, de una extracción social humilde, que sufrió un proceso de conversión al descubrir la grandeza de alma de ese pueblo, reprimido y masacrado por el fascismo militar y paramilitar y por el gobierno de su país.

Monseñor, en un principio, fue un obispo anodino, pegado a la sombra del poder establecido y de la Conferencia Episcopal Salvadoreña como muchos de los obispos de aquel país, de todos los países, que tienen como único objetivo, pues tristemente no demuestran con sus actos otra cosa, “hacer carrera” de su privilegiado estatus social y religioso, “olvidando” acaso el Evangelio, en el dormitorio de su palacio episcopal. El Mensaje es claro. “ No se puede servir a dos señores”.

Él tuvo como cristiano la gran suerte de redescubrir esa realidad liberadora, de redescubrir el Evangelio hasta el punto de costarle la vida. Y descubrió esa Palabra duramente, amargamente, cuando su amigo el sacerdote Rutilio Grande era asesinado, como él lo sería posteriormente, por el delito de estar junto a los pobres, por ser la voz del oprimido, la voz que clamaba en el desierto.

En Europa, la forma en que el pueblo latinoamericano se acerca a este mensaje liberador de la Palabra de Jesús, resulta muy difícil de entender, ya que vivimos un buen número de cristianos instalados en la comodidad, otros en el opulento latrocinio, sobre todo si nos comparamos con estos pueblos. Aquí nuestra posición ante el Evangelio, viene determinada y condicionada por el miedo a perder las cotas conseguidas en el status social, el reconocimiento y el prestigio, lo económico y en el consumo, nuestro gran dios. Porque cada uno estamos haciendo un dios a nuestra medida, en lugar de empaparnos del Evangelio y ser consecuentes con él.

Se trata pues, de una teología que libera, la de ellos, en contraste con otra que aliena, que droga, la nuestra, dejando ésta segunda de ser teología para convertirse en idolatría por connivencia con nuestro egoísmo y nuestra injusticia. La auténtica evangelización, el amor al Evangelio, al Mensaje del Carpintero, vendrá sin duda de la mano de los más oprimidos del planeta, porque occidente perdió la sintonía con el Maestro hace mucho tiempo y necesita urgentemente ser reevangelizado.

Monseñor Romero pasó de ser un obispo “ortodoxo”, acomodaticio frente al poder, a estar en primera línea de la denuncia evangélica frente a la injusticia, haciendo delación contínua, no sólo de las causas de opresión, sino también de sus responsables diciendo: “ En el gobierno de mi país veo dos sectores. Los que tienen buena voluntad, pero que no pueden hacer nada, y los que no la tienen y son responsables de la represión. A unos les digo: hagan valer su poder o valientemente confiesen que no pueden mandar, y desenmascaren a los que están haciendo gran mal al país… y a los otros les diré: no estorben”.

Después de esto, miro hacia un lado y otro y comparo obispo con obispos… y me invade una profunda tristeza. Porque en este modo apergaminado, enmohecido, que tiene la mayoría de la jerarquía de la Iglesia de difundir el mensaje del Nazareno, se corre el peligro de institucionalizar a Dios, reduciéndolo a una estatua de barro o de madera y Dios no puede ser eso, porque no es eso, porque Dios nos supera a todos los que creemos en Él.

Solo desde nuestra soledad interior, podremos institucionalizarle, pero será en este caso para convertirle en el motor de una vida puesta al servicio del otro; si no, todo es una falsa comedia. ¡Qué lástima y qué dolor que ésta Iglesia, en el amanecer del tercer milenio, no se acuerde de quien debiera ser uno de sus hijos predilectos, uno de sus Santos predilectos, que por amor al Mensaje Liberador de Jesús, le arrancaron la vida! Oscar Arnulfo Romero Galdámez, profeta y mártir, a pesar de muchos en esta Iglesia.

Pero hoy veo un rayo de esperanza en la elección del papa Francisco, cuando lo comparo con monseñor Romero ya que el camino de la conversión personal ha sido algo parecido. Ahora Francisco ha dicho querer una Iglesia pobre y con una opción hacia los pobres. Si lo dejan.