El gesto de su mirada la delató. No tendría más de 25 años cuando la conoció. Fue un invierno rudo y gélido, de los de antaño. Con los huesos petrificados, calada y con un abrigo raído, el zigzag del dedo de su mano derecha indicaba una desesperación, pronosticaba otra manta de agua sobre sus hombros, observando como el primer mundo aceleraba ante sus ojos. Cuando se apiadaba de los jóvenes que la insultaban al pasar junto a ella, miraba al cielo y rogaba que no tuvieran que atravesar aquel desierto, anhelaba que siempre pudrieran sus monedas repostando educación, y que nunca les faltara un padre a quien amedrentar, para jugarse su suerte a la carta más alta. Impostada en el Boulevard Jourdan, al sur de París, llevaba 10 días en la calle, con la convicción de otear un lugar seguro. Había algo que tenía que hacer, y necesitaba un reducto de humanidad, una brizna de consuelo para su propósito.
En ese preciso instante, un vehículo atestado de niños, hizo ademán de detenerse, lográndolo unos metros más allá. El milagro estaba a punto de producirse. Del auto bajó un señor de mediana edad, acercándose con parsimonia y con interés a la joven. Notó una gran prominencia en su cintura, que ocultaba con una manta protegiendo al niño de las inclemencias del frío. Sin pensarlo dos veces, le hicieron hueco y se dirigieron al hospital Saint Vincent de Paul. Ella sonreía, por primera vez en mucho tiempo, mostrando su blanca dentadura. Nada más llegar, una camilla la esperaba y se dirigieron al paritorio. Al pronto, un niño de 4 Kg, y 51 cm. lloraba con emoción contenida, tras comprobar cómo su madre no podía dejar de agradecer a aquel hombre bueno y misericordioso, ese gesto de amor que tuvo con ella y con su hijo.
– Aquel gesto de amor que tuvo conmigo. Porque mientras agitaba su dedo, en realidad, buscaba una familia para mí. La encontró. Aquel hombre bueno, mi padre adoptivo, me salvó la vida. Y mi madre quiso recompensárselo, a sabiendas que le quedaba poco de vida. Y minutos antes, le dictó a su preciosa enfermera una carta para mi padre y para mí, la cual encerró en un sobre, incluyendo una dirección, y con el epitafio: “Gracias por su amor y por su bondad, con mi agradecimiento eterno, mi hijo tendrá el mejor padre que se puede tener. Con cariño, una mujer con suerte”. Siempre que releo aquella carta mi mente divaga buscándola entre lágrimas de amor, mientras mi padre me cuenta cómo era y cómo fue su vida.
Nacida en el seno de una familia adinerada sudafricana, con un padre médico y todo lo que una niña puede desear, Charlotte Mjele se enroló en una ONG tras graduarse en la escuela de Enfermería. Allí conocería a su futuro marido, enfermero francés y tras algunos años ayudando en Johannesburgo, se marcharon a París para disfrutar de su amor. El embarazo era ya evidente, cuando su familia la desheredó por no casarse con el pretendiente oficial. Justo cuando iban a regresar a Sudáfrica, Pierre enfermó.
– Murió sin conocerme al igual que mi madre. Mi padre adoptivo me ha dicho que algún día viajaremos a Sudáfrica. Y yo realmente pienso si tengo motivos para hacer ese viaje.
Precioso y emotivo, Juan José. estas son las cosas que construyen…
Tierno y desgarrador relato Juan José, que te deja cavilando bastante rato. Ciertamente como dice Mercedes,que esto es lo que va enriqueciendo la vida y la justificación de vivir. Saludos
Gracias Mercedes y Juan, vuestras palabras me animan para seguir escribiendo y destilando aquello que me golpea el alma. Un saludo a ambos.
Una vez más me ha emocionado, sigue deleitandonos con tus palabras, amigo Juan José.