Estos días se ha cumplido el 105 aniversario del nacimiento de Simone de Beauvoir, una de las mujeres más importantes que el siglo XX ha dado a la historia y también el de Edith Piaf, 97. Por eso, aprovechando la efeméride, es un placer para mí hablar un poco de la primera, acariciada por la voz de la segunda. “Non, je ne regrette rien”, no lo lamento porque han sido, entre otras, dos mujeres universales de las que los Pirineos no me han separado.
Simone de Beauvoir fue “la” filósofa, escritora, activista, existencialista y feminista francesa del siglo pasado. Y fijaros si he puesto cosas que era, pues estoy segura que casi todo el mundo se queda con lo de feminista por haber escrito “El segundo sexo”, que es casi el único libro de ella que a la historia le ha convenido resaltar y que aún cuando las mujeres lo agradecemos, lo admiramos y lo valoramos, no se nos escapan los intentos de infravalorarla, como entonces. Lo escribió en 1.949, al buscar respuestas a lo que es ser mujer, a lo que le extrañaba ser tratada diferente cuando ella se consideraba igual porque era igual. Es todo un ensayo que aborda la identidad de las mujeres, la diferencia sexual y todos los condicionantes desde los puntos de vista de la psicología, la historia, la antropología, la biología, el pensamiento y la literatura.
No se puede en tan pocas líneas ni siquiera acercarse a la gran versatilidad de la obra y personalidad de esta mujer tan libre e intelectual, también tan contradictoria por la consciencia de su existencia. De entre todas sus novelas obtuvo el premio Goncourt por “Los mandarines”; fue pareja, mientras le duró la vida, de Jean Paul Sartre, fue amante apasionada de Nelson Algren y de más y seguramente oyente permanente de Juliette Greco en aquellos garitos de Montmartre. Toda una época vital de Francia.
Ella supo discernir, no sin angustias internas, los amores contingentes de los necesarios; no se casó y desafió a la moral de la época manteniendo una relación permanente proponiendo un modelo atípico de mujer que afortunadamente ya se ha superado; decidió no ser madre y no depender ni ser la intendencia para nadie; tuvo muy claro que para ser mujer en igualdad había que ser independiente económica y culturalmente; vivió para escribir que es como decidir probarlo todo para escribir de todo; destapó la mentira de la supuesta inferioridad de las mujeres con la frase: “la mujer no nace, se hace”. Esta afirmación, que incluye también a los hombres, viene a decir tanto que a la mujer se la construye, se le añaden responsabilidades que la coartan en su desarrollo y que existe siempre en función de algo o de alguien ajeno a ella misma, como que ella misma puede elegir quien, cómo o qué quiere ser y vivir.
Ella demostró que se puede decidir quién se desea ser aún siendo mujer, que se puede llevar una vida igual al sexo complementario, que no se es inferior para nada y que la única vía para conquistar la independencia es la del trabajo personal, remunerado, profesional y responsable. Ella lo hizo y no regrette rien, no lo lamentó nunca.
Aparte de sus libros y sus reflexiones, ese es el legado que nos ha dejado: conquistar la propia identidad personal como mujer. Son contadas las que han podido hacerlo y aunque en el tiempo que vivimos aún es difícil, puede conseguirse cuando llega a su fin la época de la reproducción, y no digo la crianza, que es lo único que nos hace diferentes. Ahí es cuando puede una mujer llegar a ser consciente de que es un individuo completo y decidir. Si la dejan. La respuesta también es: Si se deja. Y muchas no se dejan. Allá cada cual, pero así, como género, no vamos a ninguna parte.