En el Occidente cristiano defendemos como en otras civilizaciones el valor de la familia, pero no siempre nos detenemos a reflexionar el contenido concreto de un ideal, de un proyecto familiar, entendido y vivido desde el Evangelio para aquellos que decimos ser cristianos, que somos una inmensa mayoría aunque sólo sea sociológica o estadísticamente. “¿Cómo sería una familia inspirada en Jesús? Para mí hoy día, una familia totalmente diferente”, dice José Antonio Pagola (SJ).

La familia, tiene su origen en el misterio que atrae a dos personas compartiendo su vida en una entrega mutua, vivificada por un amor libre y gratuito. Esta experiencia amorosa de los padres puede engendrar una familia sana moral y socialmente comprometida.
Los hijos, sean biológicos o adoptados, son un regalo del Cielo y una tremenda responsabilidad. Familias que viven un reto difícil y una satisfacción incomparable, cuando se logran los objetivos… y no digamos cuando llegan los nietos.
Me refiero a la familia que quiere vivir una experiencia única en medio de la sociedad actual, en la que desgraciadamente un nº importante de personas, suele ser indiferente al Verdadero Amor. Y para quienes valoran la familia, el hogar se convierte entonces en un espacio privilegiado para vivir las experiencias de la confianza en un Dios Padre y Madre, amigo del ser humano y en la construcción de un mundo más digno, solidario y justo para todos. Este mundo es una barca en la que todos remamos y si empezamos a flaquear, a dejar de dar paletadas al agua, no iremos a ninguna parte.
En un hogar donde se experimenta este Amor con fe sencilla, pero con autenticidad, crece una familia siempre acogedora, sensible al sufrimiento de los más necesitados, donde se aprende a compartir y a comprometerse por un mundo más humano. Una familia que no se encierra sólo en sus intereses sino que vive abierta a la familia humana. Y para eso, no es necesario estar rezando continuamente el Rosario, o no salir de las iglesias. Porque Dios habita especialmente en el corazón del ser humano. Existen “mantras religiosos” que por sí solos no llevan a nada y en algunos casos desvirtúan la realidad, algo que debiera ser una realidad vivificadora del Evangelio.
Y entroncando con lo anterior, ya que inicio la última treintena de mi vida, hasta donde llegue, pienso y recuerdo que mis padres, unos padres buenos, se empeñaron en forjar una familia al estilo de la de Jesús, quizá sin ser ellos demasiado conscientes, pero una familia en la que mis hermanas y yo, bebimos de ese olor a honestidad, de esa autenticidad, de esa frescura del testimonio de ellos.
Para mí la Navidad es la celebración más importante de la liturgia, porque se nos anuncia que nos había, nos ha llegado Quien esperábamos, para que recondujera nuestras conciencias y nuestras actitudes frente al hermano… y fíjense como acabó, lo que hicimos con Él.
Este año, como todos, hemos celebrado estos días quizá como muchas familias, con nuestros seres queridos, pero sobre todo pensando en quienes no han podido hacerlo por lo que ya todos sabemos… precisamente por aquello contra lo que vino a luchar Jesús, pero bueno…
Y desde mis casi sesenta años, recuerdo aquellas Navidades tan entrañables en que toda la familia, vecinos y allegados, sentados en torno a una mesa con un brasero de picón y carbonilla, en casa de cualquiera, con sólo un plato de mantecados y polvorones, con una botella de coñac, otra de anís que rascábamos con una cuchara, nos pasábamos las noches cantando villancicos con zambomba y pandereta incluidas y moviendo de vez en cuando las ascuas del brasero. Hoy ya nadie sabe tocar la zambomba… El pollo ni existía en la mesas de la inmensa mayoría, era algo que habríamos que gozar años después. Luego, el 24, la misa y después a seguir cantando villancicos. Éramos casas con escasos recursos, pero no se pasaba hambre porque todo lo compartíamos con los demás. Aunque años atrás sí que la hubo después de la guerra. Pero yo no viví esa penosa situación, pues aún no había nacido. Entonces la mayoría de las familias éramos gente humilde, vivíamos la Navidad de otra manera y éramos felices con poco. Hoy la celebración de estas Fiestas, si no conllevan el absurdo derroche, carecen por desgracia de sentido.
Después se iban perfilando los regalos de reyes. Mi padre trabajó duro haciendo horas extras, para que yo tuviese un caballo de cartón que consistía en un palo a modo de cuerpo y el perfil en cartón piedra de la cabeza de un caballo. ¡Qué feliz fui cabalgando miles de kilómetros sobre el animal!
Entonces era un solo regalo que los niños socializábamos compartiendo con los amiguitos… y además una cestita llena de caramelos y chocolate, que hoy todavía se vende. La noche de Reyes, después de la cabalgata (a mí me gustaba Baltasar) tras cenar a toda prisa nos íbamos a la cama, no sin antes dejar a sus Majestades, tres copas para que se sirvieran coñac y así paliar en parte el frío.
Y realmente eran Magos sus Majestades, sí que lo eran y me lo demostraron, pues me dejaban cada año, un papel con tinta invisible, que mi padre colocaba sobre una cerilla y aparecía un mensaje. ¡Vaya si creía en Sus Majestades y en su magia! Aunque yo me decía que cómo era posible el parecido de la escritura de Baltasar con la de mi padre… esto todavía sigo sin explicármelo. Luego estaba el vecinito sabelotodo que intentaba chafarte la ilusión desvelándote el secreto de la identidad de los Magos… yo pensaba que estaba loco aquel enteradillo.
A pesar de la escasez en aquellos años, yo viví durante años, unas Navidades y Reyes Felices.