Juan José Argudo García ha tenido el detalle de regalarnos el siguiente relato. «El Rey de la mina» mereció el Primer Premio del VI Concurso de Microrrelatos Mineros Manuel Nevado Madrid 2009, que convoca anualmente la Fundación Juan Muñiz Zapico de Asturias. Aunque el día de Santa Bárbara es el 4 de diciembre, hoy hemos decidido dejaros este relato coincidiendo con las celebraciones por esta festividad que durante el día de hoy van a tener lugar en los aledaños de la Estación de Madrid.
Podéis ver el programa de actividades de la celebración de Santa Bárbara 2012 en el siguiente enlace.
EL REY DE LA MINA
El viaje tenía como destino la Mina de Pozo Ancho. Paseaba por las oficinas, observaba los gestos, las manos, las caras y reconocí entre el personal a un niño. No tendría más de diez años y no entendía qué hacía allí. La mina no es lugar para niños. Luego bajé en el ascensor hasta la tercera galería, y me topé con un derrumbe, que por suerte, no provocó daños a los mineros. Y al subir de nuevo a la superficie, lo divisé junto a los mayores, entre capataces, oficinistas y recaderos. Jugaba al ajedrez. Y la expectación iba creciendo a medida que ganaba partidas. Apostaban quién sería capaz de tumbar el rey del “chico”. Apostado junto a la puerta, observé cómo reía, cómo disfrutaba ganando a gente madura y cómo pasaba el tiempo en la mina. Pronto el jefe de talleres disolvía la timba de escaques, y todo el mundo volvía a su puesto. Él recogía las piezas de dos en dos, con sus manos todavía blancas pero toscas, y las metía en una bolsa de terciopelo cerrándola con un nudo.
Ése último gesto, lo noté en su mirada, indicaba que debía de volver a su cruda realidad. Su función en la mina, aparte de provocar que algún minero perdiera su sueldo apostando al rey negro, era excavar las galerías y túneles subterráneos de pequeñas dimensiones, donde luego se alojarían las tuberías de desagüe y drenaje de la mina, para extraer el agua y continuar los trabajos en la mina. Se cansaba a menudo al estar mucho tiempo de rodillas, y tosía con frecuencia, pero no podía dejar de trabajar. Sabía que aquello ayudaría a su padre, minero enfermo de silicosis, y que con las monedas que conseguía horadando la tierra, y las que le aportaban su tablero, que siempre le acompañaba, su familia saldría adelante. Su aspecto flacucho y enclenque provocaba que todo el mundo fuera condescendiente con él. Y observé de qué manera se zafaba de su capataz, regalándole un regaliz para que no fumara, y le dejara ir a jugar a las oficinas, desplegar su tablero que limpiaba con sumo cuidado con un paño de algodón, para luego minuciosamente colocar las fichas, blancas primero, y negras a continuación, y una vez que los caballos oteaban al frente de batalla, y desde las torres se divisaba el bando contrario, mirar las caras de los oficiales y oficinistas, ofreciendo el otro lado de la mesa, con atisbo de querer embolsarse, en otro rato, un sobresueldo que no le venía nada mal.
El día siguiente no hubo partida. Y todo el mundo se preguntaba donde estaría aquel reyezuelo de los escaques, para que no hubiera montado la sala de juegos, como de costumbre. Al pronto, uno de los capataces corría hacia el túnel de drenaje. Justo
cuando entraba al túnel, un minero sollozando traía en brazos el cuerpo del niño ajedrecista. No respiraba y tenía ensangrentadas las rodillas y manos. Al parecer un derrumbe provocó su asfixia en el interior. Todos lloraban la enorme pérdida, mientras que la campana de la mina repiqueteaba el martillo en su honor.
– La campana me despierta, doctor. Siempre es la misma pesadilla. Han pasado 20 años desde que perdí a mi hermano mayor en la mina, y no consigo deshacerme de los sonidos que repiquetean mi alma, noche sí y noche también.
– Quizás debería de visitar los vestigios y despedirse de su hermano.
– Quizás, doctor. Ese será mi próximo viaje, el más doloroso, el definitivo.