El pasado mes de septiembre tuvo lugar en la casa Museo Andrés Segovia una exposición-homenaje a Víctor de los Ríos, escultor que tantas muestras de su arte, tanto religioso como civil ha dejado en Linares. Don Alberto López Poveda se encargó de inaugurarla con la autoridad, y yo diría la vitalidad, que ambos se merecen. Don Alberto, tenemos la fortuna, es el testigo, el último testigo, de una época gloriosa de Linares repleta de personalidades que no han vuelto a repetirse, nombres de hombres y mujeres de una talla humana e intelectual imprescindibles para nuestra historia. Es un orgullo recordar a Andrés Segovia, Pedro Poveda, Antonia López Arista, Carlota Remfry y tantos otros y otras…
… Y Víctor de los Ríos, escultor hondo y expresivo, sincero, cántabro como yo. En mi andadura de más de 50 años perteneciendo a nuestra ciudad él me ha hecho descubrir el justo equilibrio a través de sus imágenes, yo digo esculturas, y me ha sabido acercar a la simbiosis ensambladora de identidades. Dicen sus estudiosos que es el escultor de la verdad, la verdad natural, sin sangre, serena. Tal vez eso es lo que yo percibía en su manera de ver la imaginería, sigo diciendo escultura, que trata de dulcificar en vez de desgarrar. Yo no he visto estatuas de Víctor de los Ríos, y me corregís si lo desconozco, que no lleven esa serena naturalidad en sus cuerpos bellos, de anatomías vigorosas, de movimientos relajados, no realistas, quizá, sino naturales, no encuentro una palabra mejor para transmitir serenidad. Me costó años encontrar una estatua suya que, para mí, mejor simbolizara Linares, pero como todo llega en su momento, la encontré en el Minero un día a finales de siglo en el que al ir a cambiarlo de ubicación, la estatua de caliza de Colmenar se rompió y un escalofrío de incredulidad nos recorrió a todos. Quedó hecho pedazos en espera de ser recuperado. Desde entonces mi primera intención fue contemplarlo de cerca ya que había “bajado” desde su altura inaccesible a la mía. Para mí, que me gusta tocar la piedra, era una ocasión única. Y escribí…
“En esta búsqueda vital la culminación se produjo cuando, por fin, le tuve cerca, cuando pude verlo y tocarlo, cuando yacía ante mí, desmadejado y hermoso, tan hermoso como el camino que me puede llevar a la plena adopción como linarense. Víctor de los Ríos y el Minero han sido un gran descubrimiento para mí, una señal de lo acogedor que puede ser este paisanaje, un significado personal que quiero contar porque siento que debo transmitir ese halo invisible que se introduce en el ser humano cuando se queda a solas con la belleza.
Llevaba un tiempo pensando escribir sobre él, tal vez desde aquel día en que lo vi en las primeras páginas de los periódicos, roto y resquebrajado. Desde aquel día quise acercarme a él. Seguí su rastro, rebusqué entre mis viejos libros y entre mis buenos amigos, y, al fin, lo conseguí, porque tenía que ser, porque tenía que darle mi significado. Mi amigo Alfonso González Palau, niño grande, ingenuidad hecha erudición y flamante restaurador de la estatua, al fin accedió a mis continuas peticiones de conocer la situación real en que se encontraba. Tenía la sensación de que no podría escribir ni una línea si no lograba contemplarlo de cerca.
Llegamos al hangar donde se había depositado, los dos solos. Cuando los goznes de la puerta chirriaron, me sentí tan sobrecogida por el respeto y la ilusión que me parecía estar a punto de profanar un santa santorum, un espacio sólo reservado a los elegidos. Escudriñé la oscuridad hasta ver, a lo lejos, una serie de piedras difusas y silenciosas. El restaurador se acercó, rodeándolas con familiaridad, al interruptor de la luz, luminosidad que luego resultó ser insuficiente para apreciar en detalle todo lo que yo deseaba absorber.
Y allí estaba. En el suelo, sobre una lona, estaba él, el Minero, nuestro minero, partido en más pedazos de los que esperaba o me habían hecho creer. No sabría describir la emoción respetuosa y al mismo tiempo doliente, que sentí en aquel momento. Todo se podía ver de una ojeada: por un lado el brazo derecho con la mano aferrada a un trozo del carburo, por otro la pierna correspondiente y lo que quedaba de aquel. La pierna izquierda y el martillo pegado a ella, las metopas de la base con los lemas que conocemos, y multitud de esquirlas preparadas para encajar el puzle entrañable, completaban el fantasmagórico panorama. Bueno todo no, porque dejé para el final el trozo más grande: el torso desnudo, el brazo izquierdo y la cabeza, la hermosa cabeza intacta excepto por un piquete en la nariz fruto de la insensibilidad e ignorancia gamberril de la que, desgraciadamente, tenemos tantas muestras públicas.
Hasta ahí la descripción de lo que se ve aunque, con ser mucho, lo más impresionante es lo que se siente: un increíble, emotivo e impactante placer estético. Anatómicamente es grande, estéticamente es bellísimo, sobre todo su torso desnudo, vigoroso, suave, que me recordó, y no creo en la casualidad, al torso de Belvedere o al David de Miguel Ángel, sin considerar ninguna blasfemia tamaña comparación, máxime cuando parecen seguir un parecido canon artístico. Al verlo tan cercano ya no tuve duda de que Víctor de los Ríos era escultor, no imaginero. Un genial escultor del cuerpo y la humanidad de la piedra.
Prosiguiendo con mi reconocimiento lento y silencioso y obedeciendo a un impulso inconsciente, dejé para el final su cara. Me acerqué primero por su lado izquierdo, reparé en el rictus sonriente de su boca refrendada por un hoyuelo en la mejilla y unos ojos nobles y serenos, no vacuos como los de otras estatuas, estos ojos tenían vida, miraban al frente para recibir de frente. Le acaricié devolviéndole la sonrisa en un impulso espontáneo, sintiendo la vieja emoción en la que tanto me reconozco cada vez que toco una piedra a modo de saludo al pasado o brindis al sol. Inadvertidamente y completando el rito de conocer todos los ángulos de esa expresión distendida, fui rodeando lentamente su cabeza, tocada con el casco casi hasta las cejas y me dispuse a enfrentarme al otro lado de la cara, al lado derecho, para renovar la sonrisa. No sabía lo que me esperaba.
No podrían imaginarse lo que vi. ¡Qué descubrimiento! ¡Qué sorpresa! ¡Qué genialidad! ¡Qué impresión…! ¿Saben que no tiene la misma expresión? ¿Saben que un lado y otro de la cara son diferentes? Nunca lo había oído, Alfonso no lo había percibido, ignoro siquiera quien lo sabe o si lo saben, y por eso lo comparto hoy. Yo estaba emocionada, no me lo esperaba y volvía a observar uno y otro lado. Y observé que en el lado derecho de la boca, la mueca era amarga, la mejilla casi plana y la mirada vacía de mensaje. Entonces de nuevo empecé a comparar ambos lados una vez y otra y, efectivamente, sí: los dos lados de la cara no eran iguales y esta circunstancia abría un amplio significado o entendimiento entre el creador y Linares del que podría tal vez participar como en una simbiosis humilde y agradecida.
Mientras, mi amigo Alfonso, ajeno a mis cavilaciones y estremecimientos de placer estético, se esforzaba en explicarme de cuantas clases distintas de materiales estaba hecha la cara, de la humedad que se había infiltrado provocando roturas, la facilidad con que se puede romper, la minuciosidad con que había que limpiarlo una vez que estuviera todo ensamblado y, también, cómo no, la realidad pura de las incógnitas lógicas sobre su ubicación y protección. ¿Qué se piensa hacer con “él”? Ah! Explicaciones y preguntas que iba desgranado el restaurador, ajeno a mis propias conjeturas, porque yo permanecía impresionada por el descubrimiento de las dos partes de un mismo rostro, tratando de escudriñar la intención del creador, intentando descifrar el significado último que quiso transmitirnos, o, si no lo hubiera, inventarme ese guiño, porque era real lo que estaba viendo.
La doble faz del ser humano, el amor y el dolor, la presencia y la ausencia, la duplicidad de fidelidades, la realidad y la esperanza, la sed de inmortalidad o cualquier humano e infinito dualismo pueden obedecer a esa forma de tener partido el corazón que asoma al rostro. También la doble moral o las luces y las sombras del pasado y presente de nuestra querida ciudad. Y todo ¡qué curioso! radica en ese insólito hoyuelo en la mejilla izquierda, en ese gesto humano de la estatua. Ese hoyuelo es para mí lo destacable y significativo, esa es la vida de la piedra, ese es el guiño que quiso hacer a los linarenses, o a él mismo, Víctor de los Ríos.
Permítanme que el orgullo me invada al poder decir que nuestra estatua paradigmática la creó un cántabro y un linarense la va a restaurar para entre los dos hacerla nuestra. Tal vez sorprenda este posesivo en ustedes, en mí, evidentemente, no. Yo sólo soy quien ha necesitado evidenciar la magia del dualismo, ese hermoso complemento que nos ha recordado nuestro minero que reposa y espera hasta ver si somos capaces de mantener ese guiño que deja abierta la puerta a la esperanza mientras, a lo lejos, suena la taranta, un cante que me espera para ser sentido a través de una voz rota y prendida en el pasado…”
Esto escribí hace 12 años… El minero se restauró y se ubicó en un lugar que mira hacia afuera. Permanecía en mi recuerdo y lo he querido recuperar ahora, cuando Linares vuelve a necesitar esperanza en el futuro. Nos manifestamos el domingo y Fanny Rubio, como primera personalidad del siglo XXI sostenedora de nuestro espíritu luchador, se encargó de recordarnos que hay que levantarse, que siempre hemos salido de todo, que aunque estemos rotos, nos restauraremos a impulsos de creatividad y fuerza. Fanny, como el minero, está envuelta en idealismo, pero tira de su ciudad porque cree en ella y sabe que mantiene sus pies adheridos a la tierra y mira a lo lejos confiada.
Sin embargo, una vez destilada toda la confianza que debo, y para no parecer meliflua, que no lo soy, yo me pregunto: ¿Quién tomó nota de la manifestación? ¿A quién nos hemos dirigido? Está muy bien que estemos juntos y unidos, todos, los partidos políticos también, pero, entonces, ¿Contra quién? ¿Hacia quién iba nuestro silencio? Porque siento decir que todo iba demasiado silencioso y que yo sepa cuando se lucha se sabe contra quién se lucha, hierve la sangre y se vocifera y se muere si es necesario. Pero decir “por el futuro de Linares” sin destinatario a quien reclamárselo es una entelequia, porque tenemos un presente sin mimbres para construirlo. ¿Con quién, ese día, desahogamos nuestra frustración?
Y supongo que esto último os dará qué hablar y continuar lo que no he dicho… Bien, pero no os olvidéis de mirar la cara del minero. Y decidme si habéis visto lo mismo que yo.

El minero