¿Es posible el amor en su sentido más pleno? No, no es que haya llegado la primavera que como suele decirse, la sangre altera. Pero cuando uno ve cada día los desmanes de esta sociedad ecocida (que mata la naturaleza) y fratricida, depredadora y egoísta, dudamos seriamente del amor.
Las naciones parecen competir con otras por la supervivencia económica. Los ricos defienden sus privilegios contra lo que consideran agresión de los desfavorecidos hacia ellos.
Parece que las viejas tesis de Charles Darwin de la lucha por la existencia y la supervivencia de los más “aptos” (la Selección Natural) se confirman cada día si abrimos la prensa.
La economía de mercado, los sistemas financieros, la banca internacional parecen frotarse las manos en esta sociedad angustiada por sobrevivir.
Y esta dinámica se reproduce también por imitación en las estructuras sociales desde las comunidades autónomas, los ayuntamientos, las empresas y las familias, sindicatos, partidos políticos. Comer o ser comidos, parece ser la cuestión. La mal llamada “competitividad” se reduce a eso: o sobrevivo o me destruyen. Todo esto, invade todos los rincones de nuestra vida. Parece que se ha introducido en el torrente sanguíneo y se fija en los genes de nuestras células. Sobrevivir como sea. Mi experiencia con los chavales en el instituto, iba justamente en el sentido de educar en la adquisición de valores y conocimientos y no en ser competitivos sin más, porque muchos progresan subiendo escalones humanos.
La escuela griega de Epicuro, propugnaba la búsqueda del placer y la ausencia del dolor, pero además de esta definición clásica, el placer, la felicidad, no pueden ser el único objetivo en la vida, porque entonces aparece el egoísmo. Hoy se entiende una persona egoísta por una persona ególatra, presuntuosa, vanidosa, que mira exclusivamente su propio yo, a quien no le interesa los demás. No sé si Epicuro habría caído en esto. Por el contrario, una persona altruista es aquella que tiene un sentimiento de bondad, de filantropía, de olvidarse de su yo, para estar con las necesidades del otro.
No debemos de olvidar que lo que damos a otros, nos lo estamos dando a nosotros mismos.
Cuenta el fabulista, que un agricultor, producía un maíz que era la envidia de todos los agricultores de los contornos, ganando todos los años el premio a la mejor producción en cuanto a calidad. Él compartía todas sus semillas con los demás. Cuando le preguntaron por qué regalaba parte de su cosecha él respondió: “Sencillo. Regalo el maíz para que los demás lo siembren en sus huertos y así los pajarillos, insectos y el propio viento, volverán a traer el polen de sus panochas a mi propio terreno”. Era una persona altruista, pero mucho más, un labrador inteligente. A fin de cuentas el altruismo es inteligencia, porque es imposible ayudar a otro sin ayudarse a sí mismo.
Del egoísta podría decirse que nada en una piscina contaminada de “ausencia de inteligencia” que ilustraré a continuación.
“Fede era un joven que no soportaba las palmadas en la espalda de su amigo Miguel. Un día decidió en la locura de su despecho, colocarse en la espalda unos cartuchos de dinamita, para que cuando Fede le diera las palmadas de espalda, la dinamita hiciera explosión y le arrancara el brazo”. De ello se puede inferir que resulta imposible hacer daño a otro, sin hacerse daño a sí mismo. Es el efecto boomerang.
Y esto no es nuevo. En 1976, el biólogo británico Richard Dawkins publicó un revolucionario libro, «El gen egoísta». Dawkins practica una rama de la biología que se llama etología, es decir, el estudio científico del comportamiento humano comparado con el de los animales. La tesis fundamental es que la biología explica perfectamente lo que ocurre en la sociedad. Y que nuestro comportamiento está escrito y determinado por nuestros genes. O como decía uno de mis antiguos profesores: “Es ley del destino, que el que nace lechón, muere cochino”.
Dawkins no cree en la libertad o en el amor. Los seres humanos, como todos los animales, luchan contra todo por sobrevivir. Los instintos animales están en los genes y eso es lo que marca lo que somos. Pero ésta es una visión que me parece demasiado cruel de lo que podemos ser los humanos.
En “El gen egoísta” se divulgan las tesis de la llamada sociobiología, sentadas anteriormente por Edward O. Wilson en su famoso libro: «Sociobiología» de 1975.
El propósito de Dawkins es examinar la biología del altruismo y del egoísmo. Los seres humanos, ¿somos capaces de amar, entregarnos a otra persona o a otras personas sin esperar nada a cambio? Dawkins, de acuerdo con la Sociobiología, opina que eso del amor es un cuento chino. Nadie hace nada sin esperar recompensa.
Pero, ¿cómo funcionan los humanos? Para Dawkins, el Homo sapiens es el único ser capaz de hacer frente y llevar la contraria a los dictados de los genes egoístas. Para no “comernos” unos a otros, hemos inventado la familia, la pareja, la amistad e incluso la democracia. Pero en el fondo, seguimos siendo lo que Hobbes llamaba “Homo homini lupus” (el hombre es un lobo para el hombre). Fingimos, ritualizamos, devastamos para sobrevivir…
Y desde mi punto de vista, esa es una pobre imagen de lo que es el ser humano. ¿Y qué pasa entonces con el amor? Para Dawkins queda arrinconado a un simple sentimiento inmaduro que disfraza, narcotiza y engaña a las mentes débiles. La palabras “ilusión” y “espejismo” serán manejadas hábilmente por Dawkins para desenmascarar nuestros engaños.
Pero, ¿es eso así? ¿Queda la palabra “amor” encerrada en las mentes engañadas y en las palabras huecas de los poetas? ¿Es un sentimiento que droga las mentes para sobrevivir a la angustia?
Evidentemente es necesario respetar las opiniones de Dawkins. Pero su discurso me parece insuficiente. No es necesario acudir a las experiencias religiosas que tanto aborrece Dawkins. Desde la sociología de la calle y el sentido común, basta abrir los ojos para quedarnos estupefactos, rotos, ante los ejemplos de amor que vemos cada día a nuestro alrededor. Basta una mínima sensibilidad. Un mínimo de capacidad de asombro ante la sonrisa tierna de un niño, ante madres en la cabecera de un hijo en el hospital, tantas gentes que dedican su vida a ayudar en países del tercer mundo…
Fuentes:
– Los propios autores citados en el artículo.
– Bertrand Russell: Humanista y literato. Obra “Por qué no soy cristiano”. Premio nobel de literatura en 1950.
José Antonio Marina: Catedrático de filosofía. Premio Nacional de ensayo 1.993. Doctor Honoris causa por la UP de Valencia. Autor de “Educación para la Ciudadanía. Ed. SM. Obra “Por qué soy cristiano”.
Yo creo que hasta el amor más sincero es interesado, bien por procreación, placer, o posesión, en definitiva; atiende a una necesidad. En realidad no amamos, mareamos la perdiz lo mejor que sabemos.
Quizá es que eso sea precisamente el amor, nada más (y nada menos) que eso que apunta usted.
Sr. Parrilla me resulta muy interesante su reflexión. Creo que en nuestra historia hay suficientes ejemplos de decisiones incomprensibles que solo pueden explicarse desde la falta de egoismo y que nos reconcilian con nosotros mismos y con los otros. Gracias por el artículo.
Un análisis muy interesante Sr. Parilla, ¡felicidades!
Sé que lejos de un consuelo, lo que le voy a decir, es como «para cortarse las venas», pero creo en ello: Los humanos en cuestión de emociones y sentimientos, hemos avanzado muy poco desde que somos «sapiens», seguimos los mismos parámetros (quizá debido a la genética, como usted bien apunta)
Nuestra evolución es sólo tecnológica (déjele una bomba a un niño pequeño, verá lo que hace con ella)
Por fortuna unos pocos, bien por egoismo, como indica la señora «simplemente isa», bien por mutación genética (hacia el altruismo) tiran del carro de los Derechos Humanos e inventos y descubrimientos que mejoran la calidad de vida.
Y, aunque sea por egoismo, una gran mayoría les seguimos.