Ya decía en mi artículo anterior del mismo nombre, que no todos los seres humanos tienen un precio. Al menos así lo creo y este convencimiento no tiene lógicamente más valor que el de una creencia personal. Quizá sea un alienígena (ya me lo han dicho en muchas ocasiones), aunque me considero más un utópico irredento, porque la utopía está para caminar hacia ella, aunque nunca se pueda alcanzar.
Ya decía el gran Gabo (Gabriel García Márquez) que la felicidad no está en llegar a la cima de la montaña, sino en subir su escarpada pendiente. Y Jorge Bucay (ya lo he dicho en otro artículo anterior) decía… “llegar a la cima y seguir subiendo”.
Evidentemente, todos hemos conocido gente que se ha vendido, que ha subido, pisado escalones humanos por dinero, poder, prestigio… Yo en las alturas de mi media dilatada vida, he visto cómo por egoísmo obtenían estos seres un estatus del que presumían y luego eran tremendamente infelices. Los humanos hemos matado moralmente, profesionalmente, físicamente a otros. Y después de esto me pregunto… ¿esta gente puede llegar a ser feliz?
¿Por qué esta búsqueda absurda y desenfrenada de la pseudo- felicidad en cosas que sólo nos hacen (o así lo creemos) puntualmente, absurda y engañosamente felices, absurda y engañosamente pequeños cuando creemos saborear las mieles del triunfo?
He visto a lo largo de mi vida, a gente envidiablemente feliz dentro de su sufrimiento; gente fiel, gente leal. Un gran sufrimiento, con pérdida de hijos, con pérdida de su hogar, con pérdida de los que esta sana gente creían que eran sus amigos. Pero en la viña hay de todo.
He visto cómo un hombre recogía en la caída desde un sexto piso a un crío para salvarle la vida; luego a él le costó un montón de años de sufrimiento físicos y después murió.
¿Cómo es posible que centenares de japoneses de la central nuclear de Fukushima, inmolaran su vida para salvar a la población?
¿Cómo es posible que un Doctor Ingeniero, aquí en España, dejase su super remunerado puesto de trabajo en una empresa de armamento bélico, porque su conciencia le decía que ese dinero que ganaba ya estaba de antemano manchado de sangre?
¿Cómo es posible que una joven, casada, necesitada, preparada, universitaria, con tres carreras, con inmensas ganas de trabajar, rechazase un trabajo que le ofrecían para echar a otra compañera que se había quedado embarazada?
A estas pequeñas cosas me refería en mi artículo anterior, que como digo, lleva el mismo nombre. Y hay mucha gente así, más de la que creemos. Ésta es la esperanza de la humanidad.
Porque la lealtad en este mundo es fidelidad a todo; pero esta fidelidad no puede desarrollarse, engrandecerse, si no se es capaz de amar, y amar es despojarse de nuestras limitaciones, nuestras miserias personales, para entregarse a la otra persona, a la pareja, al amigo, y por qué no al enemigo cuando te necesite.
Pero para ello tenemos que ser libres, en nuestro interior, porque un alma aprisionada nunca podrá aportar nada al otro.
La lealtad es ausencia de rencor, de envidia, de comparaciones absurdas. Es sentirte igual al otro, simplemente por ser una persona como tú; es quererlo, respetarlo, respetando su individualidad, deseando su felicidad.
Porque la fidelidad es algo que engrandece al ser humano, que no es instintiva como en los animales, ya que requiere una gran dosis de amor. Mi perro Eolo, me es muy fiel, pero no es capaz de amarme. Me es fiel por instinto o por interés.
Pero nosotros somos personas, con nuestras limitaciones, con nuestros recovecos. Y hemos de ser conscientes de ello, porque amar, ser fieles, ser leales y honestos, es puñeteramente jodido en la sociedad que nos ha tocado vivir, donde pensar y decir estas cosas es sinónimo de ser débil .
Quizá el primer y gran alienígena fuese Jesús de Nazaret con su mensaje y actitud de amor.
Si nos dedicásemos a ser más humanos, más personas, a vivir con más autenticidad, a pesar de tener nuestras propias contradicciones, nuestros propios egoísmos (yo los tengo y los sufro) podríamos hacer este mundo más amorosamente, más solidariamente habitable.

Lealtad - Foto: Jordi Casasempere