La verdad es que muchos pasan por la vida (mejor dicho, la vida pasa por ellos), intentando agradar siempre, con el deseo de conseguir la aceptación de todo el mundo, asintiendo continuamente a todo cuanto dicen los demás, y si no lo consiguen echan marcha atrás o simplemente se callan para no molestar a nadie. Este tipo de gente, quiere saber de la vida de todos, con el cuidado de que nadie sepa ni un ápice de la suya. Siempre reverenciando, siempre inclinándose, siempre adulando, haciendo la pelota. Estos que así actúan, han perdido conscientemente su personalidad, porque además, han enterrado su asertividad, su valor para hablar, por miedo al rechazo de los demás. En pocas palabras, miedosos y con la necesidad patológica de la aceptación permanente de todo el mundo. Estas personas, que van siempre criticando, son ciegos, no ven nada, porque una cosa es mirar y otra ver. Y lo que miran lo mascullan, lo rumian, lo chafardean, sintiéndose a veces felices ante las desgracias de los otros. Estos coleccionistas de aplausos, son personas vacuas, sin valores personales, ni éticos ni morales, envidiosos, con el hígado permanentemente inflamado a causa de su mala bilis y con una máscara que les impide a los demás, ver su auténtico rostro. Me recuerdan la fábula de “El elefante y los ciegos”, en la que varias personas con los ojos tapados, tocan por partes un elefante, llegando a conclusiones tales como que la oreja es una sábana recia, la trompa una serpiente…. Incapaces de “ver” en la individualidad, un todo. Pero lo triste es que sólo ellos son culpables, porque se han metido en una burbuja de cristal para ver el mundo a través de ella para no ser contaminados. El único pecado gordo en esta vida, es pasar por ella sin haber intentado ser feliz y para eso hay que desbordarse de autenticidad. De insatisfechos consigo mismos y de infelices, vamos aumentando en densidad por metro cuadrado y también de aquellos, que para brillar, necesitan pegarse a otros para hurtar su luz. Hay quienes brillan con luz propia. Otros necesitan arrimarse a los demás para ser algo y ese es su infierno. He tenido la suerte en esta vida de encontrar y contar con una gran persona, una gran mujer, y ella es mi esposa Áurea y también de un abanico de Amigos en sintonía conmigo. Esta mujer y estos amigos y amigas, son personas que van por la vida a pecho descubierto, con autenticidad, siendo ellos mismos; con libertad de pensamiento, con respeto hacia los demás, sin miedo, sin complejos, sin dejarse dominar por otros; personas de las que yo he aprendido mucho. Son gentes que no buscan la aquiescencia, el beneplácito de nadie; generosas, que aceptan cualquier tipo de crítica constructiva, que no buscan coleccionar aplausos. Repito, tengo suerte de estar rodeado de gente clara, diáfana, honesta. Quienes no son así, pronto abandonan el “círculo” porque se dan cuenta de que no tienen nada que lograr. Mis amigos son personas abiertas al diálogo, que saben pedir perdón cuando es necesario y aceptar las disculpas de otro, cuando sinceramente las pide. Hoy pedir perdón, cuesta la misma vida a mucha gente, que tampoco es generosa para perdonar una supuesta o real ofensa. A mí la vida me ha dado palos hasta en el carné de identidad, y a mi esposa también. Pero hemos tenido la suerte de olvidar estos agravios y olvidarnos del rencor. Es totalmente una falsedad la expresión de “perdono pero no olvido”, porque es condición indispensable, olvidar para después perdonar. A mí me dan pena estos coleccionistas de aplausos, porque en el fondo, están tan inseguros de sí mismos, que necesitan de la continua aprobación de los demás para sentirse seguros.

Diábolo. Fotografía: Jordi Casasempere