Las personas, no necesitan que se las enseñe a mirar, sino tan sólo que las libren de las escuelas que las ciegan, de las ataduras que llevan consigo. Si uno ve una puesta de sol, un valle en el Ampurdán, las cascadas de Iguazú, sin duda tendrá prendida en su retina, una imagen que le llevará a una multitud de sensaciones, sentimientos, reflexiones, pero esto será diferente en cada uno. Y eso, ¿por qué es así, tan distinto en cada persona? ¿Por qué unos ven estas cosas, llegando a quedarse extasiados, y otros no lo ven? ¿Cuántas veces nos hemos quedado mirándonos en el espejo, viendo sólo nuestra imagen y no nos hemos visto a nosotros mismos en nuestra esencialidad? ¿Cuántas veces hemos hablado con nosotros mismos frente al espejo alegrándonos al vernos en nuestra dimensión interior? ¿Por qué la alegría o el enfado? El espejo nos devuelve lo que reflejamos en nuestro interior y muchas veces no lo entendemos. Y es que miramos, pero no vemos. Mirar es un acto primario en los seres vivos. Ver, es comprender aquello que estamos mirando, haciéndolo interiorizar para enriquecernos. Se cuenta, que un anciano, vivió durante muchos años en una de las islas más maravillosas que existen. Cuando regresó a la gran ciudad le dijeron: “Tiene que ser maravilloso haber vivido en una de las islas más hermosas del mundo”. A lo que el anciano respondió después de pensar un rato: “¡Bueno, si hubiese conocido la fama de la isla, la habría mirado con más detenimiento!” Este pobre viejo, era un ciego en la vida, miró pero no vio. Existió pero no vivió. Porque tenemos muchas escuelas que nos ciegan. Somos más dóciles a lo que nos han enseñado desde pequeños, que al acto de sentirnos libres desde el respeto a los demás, para experimentar la riqueza de la vida reflejada en lo que nos rodea: la familia, los amigos, los conocidos, incluso por qué no, le gente de la que no somos de su agrado. Nacimos y nos educaron, nos criamos entonces con muchos traumas, que todavía nos acompañan en nuestra edad, en nuestro vivir diario, de forma inconsciente. Entonces…¿somos libres desde nuestro interior?, o vivimos prisioneros de esquemas prefabricados, imposiciones, del qué dirán, del actuar para agradar a los demás, dejando de ser nosotros mismos. Si uno no se valora a sí mismo, y todos tenemos valores, no podrá valorar a los demás, y será un ciego en le vida. Por cierto, recuerdo aquel ciego al que un amigo le dio un farol, para que quien se encontrara con él, lo viera porque era de noche. El ciego se resistía a coger el farol, porque tenía más que estudiado el trayecto a su casa. Pero tropezó con alguien que le dijo: ¿Es que no ves por dónde vas? No, soy ciego, pero para eso llevo un farol, para que nadie tropiece conmigo. A lo que el otro respondió: ¡Pero si el farol va apagado! Y yo, recordando al amigo que le dio el farol y que no se lo encendió, se me ocurre pensar y exclamar: ¡ Pobres ciegos, guías de ciegos! El problema, es que a fuerza de no pararnos ante nosotros mismos en algunos momentos en la vida, nuestros traumas, nuestras “escuelas”, acaban fijándose tan dentro de nosotros mismos, que conseguimos quizá inconscientemente convertirlas en nuestra verdad suprema. A mí, me dieron una “escuela” siendo joven, en la que una parte no me servía (no me refiero a mis padres). Ya lo dije en mi artículo anterior. Hice un alto frente a mí mismo y aprendí a ver y creo que en la vida me ha servido de mucho.

 

Isla de Taquile (Perú) - Foto: Jordi Flores Casasempere